Los científicos y Dios

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Los científicos miran al mundo y le preguntan sobre la existencia de Dios. Esta es una cuestión inevitable para cualquier científico, porque su trabajo consiste en desentrañar los mecanismos ocultos que gobiernan el comportamiento de las cosas, desde las enormes galaxias a los diminutos átomos, electrones y quarks o desde los grandes mamíferos a las moléculas del código genético, en un intento indesmayable por explicar esa huidiza realidad que llamamos mundo.

Antes o después, todos se preguntan desde su física, su biología o cualquiera que sea su saber, si hay algo tras las últimas ruedas de esa ingente máquina que parece regir el universo; si alguien tira los dadossi hay un designio que dé sentido a esa prodigiosa articulación del azar y la necesidad que nos esforzamos en comprender desde que fuera planteada por Demócrito hace ya veinticuatro siglos. Sin duda, todos los científicos se preguntan alguna vez si existe Dios. Algunos contestan que sí, otros que no, muchos que tal vez.

Para algunos la  ciencia no es más que la base necesaria de la tecnología, un conjunto de métodos y prácticas del que no podemos prescindir y no dice nada sobre las preocupaciones profundas del hombre. Esa visión estrecha y unidimensional es totalmente inadecuada, porque si bien es cierto que sin ciencia no puede haber tecnología, todo lo que se refiere a las cosas materiales como son las reacciones químicas o las corrientes eléctricas son tan sólo un aspecto de una actividad muy rica, multidimensional.

La ciencia surgió cuando la mirada del hombre sobre el mundo que le rodeaba se llenó de sorpresa y ésta le incitó a preguntarse sobre el «por qué» de las cosas. Nuestros antepasados miraron el esplendor de la bóveda celeste: el Sol, la Luna y las estrellas, y se preguntaron qué eran esas extrañas luces que brillaban allí arriba y se movían de forma tan precisa. Las respuestas parciales que pudieron ir dando, dieron lugar a otras preguntas, y estas a otras más, en una cadena sin fin: ¿Por qué caen las cosas? ¿Por qué se suceden las estaciones? ¿Por qué llueve y hace viento? ¿Por qué nacen y mueren los animales y las plantas?  ¿Cómo debemos obrar?. Y aún no hemos contestado del todo a esa pregunta de mil caras, viva y abierta. Eso es la ciencia: el resultado de mirar al mundo, sentir sorpresa, preguntar y ver.

Einstein, por ejemplo fascinado por la luz desde niño, se hizo una extraña pregunta cuando acababa el bachillerato: ¿Qué pasaría si, sosteniendo con mis manos un espejo en el que me miro, empiezo a correr hasta llegar a la velocidad de la luz? ¿Seguiría viendo mi cara? Su intento de responder le llevó a su teoría de la relatividad. Darwin se preguntó, cuando empezaba a madurar sus ideas sobre la evolución, por qué había en cada isla del Archipiélago de Galápagos una especie distinta de pinzones, Mendel, qué proporción de guisantes con semilla lisa y con semilla rugosa se obtendría tras cruzar dos plantas distintas,gracias a lo que pudo dar sus leyes de la herencia. Heisenberg elaboró su principio de incertidumbre al preguntarse si es posible mirar a un electrón sin perturbarlo.

Por eso los científicos son como los niños que no paran de interrogar a sus padres, fascinados ante todo lo que ven, como lo explica Newton al compararse con uno de ellos que busca piedras bonitas en una playa y se siente feliz al encontrar una nueva, distinta y brillante. Y siguiendo ese impulso infantil, interrogando a las teorías ya establecidas o directamente a la naturaleza la ciencia indefectiblemente se pregunta ¿como surgió todo? ¿ Quién es su autor?

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