El siglo XVIII fue una época de gran expansión misionera. Bajo el impulso de los Patronatos de España y Portugal y con el incansable trabajo directo de la Santa Sede, a través de Propaganda fide, fueron muchos los nuevos países que recibieron el anuncio del Evangelio. A la vez, se siguió trabajando en otros lugares del mundo donde ya se había empezado.
Inmediatamente, como ha sido tradición en la Iglesia, se ejercitaban las obras de misericordia, tanto espirituales como materiales. Por tanto, junto a la predicación del Evangelio tenía lugar un intenso desarrollo de la caridad: atención de los enfermos y de los desamparados; niños abandonados, asilos de ancianos, leproserías. Después, escuelas, educación de la higiene, prevención de enfermedades, promoción de la mujer, etc.
Por tanto, se contribuyó al progresivo levantamiento del nivel cultural y social de muchos pueblos perdidos. Este período se caracterizó por una mayor sensibilidad para captar los elementos autóctonos, de modo que la fe se fuera inculturizando. En ese sentido la Evangelización del Japón, de la India y de China marcaron el trabajo misionero de los nuevos territorios.
Respecto a la expansión misionera en América, los siglos XVIII y XIX corresponden con un gran aumento de corrientes migratorias. Son muchos miles de hombres y mujeres los que se trasladaron al Nuevo Mundo. Unos católicos, otros protestantes y judíos, y, juntos, construyeron una sociedad de nueva planta. América del Norte fue una nueva Europa donde se ensayaron la tolerancia y la democracia de corte liberal.
Una faceta fundamental de la acción de la Iglesia, en las misiones de este período, fue su contribución decisiva a la abolición de la esclavitud. Como es sabido, desde los siglos XVI y XVII fueron cada más las voces que clamaban por ello. Autores como Alonso de Sandoval, Tomás de Mercado, Bartolomé Frías de Albornoz, etc., plantearon la necesidad de que el estado dejara de sostener la esclavitud. Un problema acuciante en América, especialmente en la zona del Caribe, donde los grandes ingenios de azúcar se hallaban explotados por un gran número de esclavos.
Es indudable que la Iglesia y los grandes teólogos españoles habían influido en las Leyes de Indias para que favorecieran el trato humano del esclavo. Les reconocían muchos derechos: los admitían a los Sacramentos, ponían en sus manos la posibilidad de la manumisión, podían denunciar a sus amos, etc. Esta legislación, muy superior en defensa del esclavo que la francesa o la inglesa, estaba reconociendo, de hecho, que el esclavo era una persona, no una cosa.
Naturalmente estos derechos españoles acabarán influyendo en Estados Unidos y Francia, en sus propias Colonias y en las Colonias que cambiaron de mano que, después de diversos altercados, acabaron marcando el camino de la abolición.
Es claro que la institución de la esclavitud permanecía por los intereses comerciales, pero también porque el Estado la sostenía, la Revolución Francesa dio el paso largamente preparado por la Iglesia.