La pasada semana, concluyó en el Senado la trayectoria de la nueva ley del aborto. El tiempo que transcurra desde ahora hasta su entrada en vigor tras su publicación en el BOE, servirá para ir reconociendo a sus “perdedores”.
A bote pronto, como nos gusta decir ahora, se reconocen ya unos cuantos:
Todos los bebés, a los que se apea y despoja de su dignidad humana para relegarlos a la condición de objetos fabricados con derecho a recusación por incómodos o defectuosos.
En especial los hijos abortados, que hijos son esos bebés concebidos, no construidos, a los que nadie defiende.
Sus madres, sobre las que la ley descarga el peso y responsabilidad de la elección
Los hombres, de los que no se habla, como si su papel de padre en la creación del nuevo ser no tuviera entidad.
La sociedad, diaria y violentamente expoliada de sus miembros potencialmente más valiosos, aquellos que en breve tiempo, la podrían hacer, en muchos aspectos, más digna, grande, y rica.
La ley, que asciende a categoría de derecho lo que todos, incluidos muchos de los que la han propiciado, saben que es un delito.
El feminismo, que renunciando a acompañar a la mujer frente a las dificultades que puede encontrar en el camino de su maternidad, le pone en las manos una ley fría y la deja sola.
Tras estos, a más largo plazo, hay otros perdedores:
Los políticos que votaron la ley que, como cada hijo de vecino, en su momento, deberán pagar el canon que imponen las consecuencias de las propias acciones.
Las personas que promovieron la ley, que por sus reacciones más que personas adultas han dado sensación de adolescentes inmaduros recién conseguido su capricho.
Las que, previamente, dieron el visto bueno a la idea. “Sobrados” de razones, se les nota faltos de razón. ¿Para cuando la dejan?
Hay más perdedores, pero quedan para otro día.