Es muy importante considerar la relación que tienen los sentimientos con la razón y con la voluntad, porque así estaremos con condiciones de impugnar el relativismo en su misma línea de flotación, que es el sentimentalismo ético.
El apetito intelectual o voluntad es diferente de la sensualidad o apetitos sensitivos, pero no es independiente de ellos. La voluntad en el hombre no es una potencia desencarnada, completamente espiritual, sino que se nutre de la fuerza apetitiva de los sentimientos corporales. Los apetitos inferiores, los sentimientos, son a la voluntad lo que los sentidos externos a la inteligencia, pues así como los seres humanos nos formamos un sólo concepto a partir de muchas percepciones sensoriales (de la vista, del oído, del olfato…), la voluntad tiende a un bien en la medida en que los apetitos sensitivos mueven las distintas potencias del hombre, lo cual se logra si estos apetecen sus bienes respectivos según su medida justa, asegurada por la virtud moral.
Por eso, cuando se habla de pasiones o sentimientos como «límites a la voluntad», hay que entender las pasiones desordenadas, no las pasiones en sí, que naturalmente están ordenadas, al menos incoativamente, hacia la perfección del hombre. Y si están bien disciplinadas, actúan como motor de la libertad.
Precisamente, es la virtud moral la que termina de ordenar las pasiones o sentimientos para que secunden con su inclinación la moción de la voluntad. Sin virtud moral, las pasiones desordenadas, sentimientos desbocados, frenarían el ímpetu natural de la voluntad hacia el bien, hasta el punto de engañar a la razón y presentarle como un bien humano un bien parcial proporcionado sólo a un apetito, pero no al hombre entero.
Las filosofías que conciben la razón y la voluntad como las únicas potencias genuinamente humanas, y ven en el cuerpo una especie de cárcel, que lo único que hace es dificultar la labor de la mente y de la voluntad, no hacen justicia al ser del hombre. El hombre no es libre «a pesar» de sus inclinaciones naturales, sino «a causa» de ellas, porque éstas imprimen impulso en todo su obrar. Sin pasiones, el hombre sería un ser completamente apático, un ser desganado, pura pasividad, incapaz de hacer nada por sí mismo. El obrar sin pasión es tan inhumano como el obrar si razón.
Las potencias apetitivas inferiores a la voluntad, por estar focalizadas hacia objetos muy determinados, no pueden elegir. Un hombre privado de razón y voluntad actuaría siempre movido por su instinto más fuerte, lanzándose, como las fieras, en cada momento hacia el objeto proporcionado al apetito más acuciante. Esto es así porque la facultad apetitiva inferior no tiene capacidad de comparar ni de elegir, sino que tiende a su bien propio de forma inmediata. En cambio la voluntad sí, y en ese sentido se llama libertad.