Mayo del 68: “El pueblo francés no quería una revuelta”

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Cincuenta años después de cubrir Mayo del 68 como corresponsal del diario ABC, José Julio Perlado rememora aquellos días míticos en conversación con Aceprensa.

Perlado llegó a la capital francesa con 32 años, cuando –por una ironía de la historia– habrían de coincidir en el mismo escenario las conversaciones de paz para Vietnam con la revuelta estudiantil y las protestas de los trabajadores contra el gobierno de Charles de Gaulle, dirigido por el primer ministro Georges Pompidou. Su trabajo cotidiano durante aquel mes consistió en seleccionar los acontecimientos que valía la pena contar y en explicarlos en su debido contexto.

FUENTE : JUAN MESEGUER. aceprensa

Pisaba la calle a diario, donde captaba los contrastes de la actualidad. Un día, de camino al hotel donde se alojaba, podía cruzarse con Daniel Cohn-Bendit, el famoso líder estudiantil que encendió la mecha de las protestas en La Sorbona y Nanterre; y otro, con el premio Nobel de Medicina Jacques Monod, que llevaba a una chica herida hasta una ambulancia, nos cuenta en su casa.

Escribía sus crónicas apoyado en el techo o a bordo de su coche, que solía aparcar en una calle tranquila, justo al lado de la redacción de Le Monde. Luego las retransmitía a ABC por télex o por teléfono. Los fines de semana aprovechaba para visitar, junto con su mujer, a destacados personajes de la vida cultural francesa, como el filósofo Gabriel Marcel o el cineasta Robert Bresson, a los que entrevistaba durante horas (1).

“Una inmensa ilusión lírica”

— Hoy, de Mayo del 68, nos ha quedado sobre todo el mito. Pero de sus crónicas, recuperadas hace diez años (2), se desprende que tanto el detonante de los acontecimientos –las quejas de los estudiantes– como la evolución posterior –las huelgas en distintos sectores profesionales– pivotaban sobre reivindicaciones mucho más prosaicas. ¿Cómo explica esa brecha?

— Mayo del 68 se ha mitificado mucho. Yo lo considero una revuelta –una revuelta importante, que duró casi un mes–, pero no una revolución. Para el historiador francés Jacques Le Goff, lo característico de una revolución es que “desemboca en un cambio radical en las instituciones”, porque lleva consigo “un proyecto de sociedad”. Lo que yo vi durante esos días es que los estudiantes no tenían un programa a largo plazo. Reaccionaron a problemas reales, como el desprestigio de la universidad o la decadencia de los planes de estudio. Y tenían empuje para cambiar cosas, pero no un proyecto de futuro. Se movilizaban un día, pero no sabían lo que iban a hacer el siguiente.

El escritor André Malraux, que fue ministro con De Gaulle, definió el Mayo francés como “una inmensa ilusión lírica”. Y añadía: “El problema estaba en saber qué saldría de allí… La imaginación al poder, no quiere decir nada. Porque no es la imaginación la que toma el poder, sino las fuerzas organizadas”. Y eso faltó. Lo que pasa es que París fue una caja de resonancia de cosas que venían de antes –como las protestas estudiantiles en Estados Unidos o Alemania– y tuvo un eco enorme.

Llevar el pan a casa

— Dentro del mito, ocupa un lugar especial la relación entre estudiantes y obreros. ¿Tan compenetrados estaban?

— Hubo un momento inicial de simpatía hacia los estudiantes por parte de la población, que les repartían comida y otras provisiones desde las ventanas. Después, los obreros se interesaron por el movimiento estudiantil, pero terminaron distanciándose con una argumentación muy clara: “Nosotros somos padres de familia, tenemos que llevar el pan a casa”.

Un obrero de la Renault tenía su familia, su puesto de trabajo, su lugar establecido. Por eso, que vengan una serie de personas a quitarle ese puesto, le desconcierta. Más aun cuando, desde mi punto de vista, los franceses son muy cartesianos y “filosóficos” hasta en la calle. Se lo tienen que pensar mucho. Una cosa es manifestarse, y otra, saber que tienes que levantarte a las cinco de la mañana y alimentar a una familia.

— Sin embargo, en el ocupado teatro Odeón sí se reunieron estudiantes y obreros…

— El Odeón fue un espectáculo impresionante. Durante veinte días, con gritos de palco a palco, un ama de casa que venía de comprar el pan le podía chillar a un estudiante que no tenía razón; y otra, al lado, le decía que sí la tenía. Y entre medias se metía un obrero… Pero de allí no salían conclusiones. Era un debate sobre lo que sucedía en la calle, una plaza pública. La gente iba por curiosidad, por espectáculo. Pero el resto del tiempo llevaban una vida normal.

— Normal, dentro de las huelgas y la violencia de las barricadas…

— Hubo una violencia importante, con muchos heridos, pero no tan dramática como la que en aquel momento había en otros países. En París no hubo ningún muerto por esos sucesos, sí en Lyon, por un accidente de camión producido en el transcurso de una manifestación.

— Después de tanto ruido en las calles, llama la atención la amplia victoria gaullista en las elecciones de junio. ¿Cómo se explica esto?

— Porque la burguesía francesa, que ya sabía que algunas cosas no iban bien, no quería una revuelta. Y De Gaulle –adorado por haber conquistado la libertad frente a Hitler– es consciente de ello, aguanta y deja que se pudra la situación. El 29 de mayo, a la vuelta de un enigmático viaje a los Pirineos, convoca un Consejo de Ministros y habla a la nación. Como en sus mejores tiempos. Y el pueblo francés aplaude, porque no le interesan las revueltas ni las revoluciones. A pesar de la Revolución Francesa o de la Comuna de París, en general Francia ha sido muy estable.

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