Menores en crisis

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LA memoria de la Fiscalía General del Estado correspondiente a 2021 contiene una llamada de emergencia sobre el incremento de determinados delitos, especialmente repudiables, cometidos por adolescentes y jóvenes. Incluso por niños. Tan grave es la situación que los fiscales alertan «contra la despreocupación y banalidad con que se afrontan las relaciones sexuales entre adolescentes».

Los datos de la Fiscalía confirman su preocupación, porque, si en 2019, antes de la pandemia de 2020, se abrieron 1.934 procedimientos por delitos sexuales cometidos por menores, en 2021 la cifra ascendió a 2.625. El alza no es ocasional, sino la pauta de una tendencia sostenida en los últimos años, que la Fiscalía relaciona con por la sexualización ‘temprana’ de los jóvenes, vinculada principalmente a la facilidad con la que acceden a contenidos pornográficos a través de los teléfonos móviles.

Precisamente, los fiscales remarcan que la violencia de padres contra hijos empieza a ser causada por las reacciones agresivas de estos cuando sus progenitores intentan limitar el uso de móviles, convertido para muchos menores en una auténtica enfermedad por adicción. Además, la estadística ya refleja el rastro de violencia sexual de menores contra parientes cercanos, resultado, según los fiscales, de un «aprendizaje desviado». No se cae en ningún tremendismo por reconocer la necesidad de prestar una atención especial y distinta a los jóvenes.

El cuadro que describe la Memoria de la Fiscalía coincide con un aumento no menos preocupante de los problemas de salud mental de un número creciente de adolescentes y jóvenes, que repercute en todos los servicios de psiquiatría infantil de la sanidad pública. Problemas que, en casos extremos, conducen al menor a generar ideas suicidas, que se llegan a realizar trágicamente. La política de cheques, bonos y aprobados no es suficiente para frenar el sesgo que está tomando la forma de abordar los nuevos problemas de la juventud. Tampoco sirven determinados enfoques condescendientes sobre la capacidad de los menores para asumir realidades que aún les desbordan o para las que no están preparados.

El mensaje de que cualquier limitación en el uso de las nuevas tecnologías es una restricción de su libertad resulta voluntarista y lesivo para la autoridad de los padres y de los profesores, que viven en las aulas la obsesión de sus alumnos por los móviles. La educación sexual a los adolescentes excluye cualquier argumento que vincule la sexualidad a la madurez y al desarrollo de la personalidad. Al contrario, parece que se propicia como una manifestación más del ocio de los menores.

Sin embargo, y al mismo tiempo, esos menores viven en familias desestructuradas, con más incertidumbre sobre su futuro, rodeados de mensajes pesimistas y seducidos por soluciones fáciles –y engañosas– para sus problemas. El día a día de parte de los menores españoles oscila entre el móvil y el ansiolítico, entre la pornografía y el abandonismo, sin que sus familias puedan atenderlos, por razones diversas. El confinamiento enfrentó a esos menores con la realidad de crisis familiares que desconocían o con las que no tenían que convivir. Hay que hacer algo al respecto y no puede ser más paternalismo, sino un plan de salud pública juvenil, en su más amplio sentido, que aborde las nuevas formas delictivas sobre las que llama la atención la memoria de la Fiscalía, que promueva el compromiso colectivo e individual sobre el uso correcto de las tecnologías y el acceso a contenidos pornográficos y que cambie el mensaje de vida fácil por el de vida responsable, de la que muchos menores desconocen lo que significa, porque no se les enseña.

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