Con la llegada al poder del joven general Napoleón Bonaparte, que tomó el mando del Directorio por un golpe de Estadio en noviembre de 1799, comenzó a restablecerse el orden en la Nación. Bonaparte era indiferente respecto a la religión, pero descubrió en ella un factor de orden y un modo de unir los sentimientos nacionales, hondamente divididos tras las persecuciones de los años anteriores.
El 15 de julio de 1801, logró la firma de un Concordato con el Papa Pío VI, en el que restablecía la Iglesia Católica en Francia. La Iglesia, por su parte, tuvo que aceptar la expropiación de los bienes eclesiásticos efectuada durante la revolución francesa y, a cambio, el Estado se comprometió a contribuir al mantenimiento de los sacerdotes. El problema estribaba en la reorganización de las diócesis y en el nombramiento de los nuevos obispos.
Napoleón se hizo nombrar emperador de los franceses y llevó a Pío VI a Francia para ser coronado aunque, finalmente, lo hizo él mismo. Con ese gesto quedó patente su intención de instaurar un régimen fundado en él y no en ninguna autoridad superior.
Pío VI murió desterrado y los periódicos de París anunciaron: Pío VI y último. Pero Dios es el Señor de la historia, y unos cuantos cardenales lograron saltar el cerco, reunirse y elegir a Pío VII. La dura batalla entre Napoleón y el Pontífice se prolongó mucho tiempo. Tras la conquista de Napoleón de los Estados Pontificios y de gran parte de Europa, y del encarcelamiento de Pío VII en 1812, parecía que el Pontífice acabaría cediendo en Fontanebleu a renunciar a los Estados Pontificios a favor del emperador, pero no fue así y, contemporáneamente, el poder de Napoleón declinó.
La descripción, necesariamente somera de los hechos de la Revolución francesa de 1789, sigue estremeciendo cada vez que se vuelven a leer. Una Revolución que se comió a sus propios protagonistas y que, aunque sigue siendo clave para entender el mundo moderno, no deja de sorprender por su violencia y extremada agresividad antirreligiosa. Primero, parecía querer hacer desaparecer a la Iglesia; luego fue atea; después deísta y, finalmente, quiso volver a ser católica. Todo ello en pocos años.
Desde el punto de vista del pensamiento sigue sorprendiendo como una revolución tan radical, que envió a la guillotina a un rey, pasó a tener un Emperador que conquistó Europa y, finalmente, entronizó a un descendiente del rey guillotinado
Parte de esa violencia se derivó de las incoherencias de la revolución: libertad, igualdad y fraternidad, para todos, menos para la Iglesia. Como recuerda el Prof. Moral: “Actualmente, la mayor parte de los historiadores considera que la Constitución Civil del Clero fue un error decisivo de la Revolución, al ser un atentado contra las conciencias de buena parte de la sociedad francesa” .
Napoleón, al igual que los revolucionarios, impuso sus ideas y estrategias con violencia. La Revolución llevó a hacer morir a Pío VI en el exilio. Napoleón encarceló a Pío VII en un desesperado esfuerzo por hacerle claudicar. Ahí mostró su auténtica cara: imponer sus ideas y su imperio por encima de la razón y de la verdad cristiana, que parecía respetar.
Esos cristianos sufrientes, las almas desorientadas tras tantos años de propaganda anticlerical, todos esos eran los hombres que volvían a Dios y a recomenzar su vida espiritual en la oración y en los sacramentos en el confesonario del Santo Cura de Ars, como veíamos al comienzo de este capítulo.
Finalmente, el nuevo orden mundial de las ideas de la Revolución francesa acabó apareciendo por el camino natural: el diálogo y la difusión. También esas ideas sufrieron su criba hasta alumbrar gran parte de la actual cultura occidental.