Dice Santo Tomás que Dios habría podido redimir a los hombres de infinidad de maneras; pero de ninguna otra manera habría mostrado tanto amor a los hombres. La idea de desarrollarse en el vientre de una mujer, para después hacerse niño y por fin hombre puede parecer demasiado elemental, pero este Dios que se hace embrión en el vientre de una mujer y luego niño en el pesebre se encarna «por amor al mundo», según leemos en San Juan, y con un amor que San Pablo no duda en calificar de loco. Aristóteles nos dijo que no es posible el amor de Dios a los hombres, porque Dios está demasiado alto y el amor busca siempre iguales. A lo que San Agustín añade: «¡O los hace!». La aventura, demasiado arriesgada, es la de un Dios enamorado, por hacerse igual a los hombres.
En la noche de la natividad, los pastores son los primeros y los únicos en saberlo. «En cambio, hoy lo saben millones de hombres en todo el mundo. La luz de la noche de Belén ha llegado a muchos corazones, y, sin embargo, al mismo tiempo, permanece la oscuridad. A veces, incluso parece que más intensa (…). Los que aquella noche lo acogieron, encontraron una gran alegría. La alegría que brota de la luz. La oscuridad del mundo superada por la luz del nacimiento de Dios (…).
»No importa que, en esa primera noche, la noche del nacimiento de Dios, la alegría de este acontecimiento llegue solo a estos pocos corazones. No importa. Está destinada a todos los corazones humanos. ¡Es la alegría del género humano, alegría sobrehumana! ¿Acaso puede haber una alegría mayor que esta, puede haber una Nueva mejor que esta: el hombre ha sido aceptado por Dios para convertirse en hijo suyo en este Hijo de Dios, que se ha hecho hombre?»1.
Dios quiso que estos pastores fueran también los primeros mensajeros; ellos irán contando lo que han visto y oído. Y todos los que les escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho- Igualmente a nosotros se nos revela Jesús en medio de la normalidad de nuestros días; y también son necesarias las mismas disposiciones de sencillez y de humildad para llegar hasta Él. Es posible que a lo largo de nuestra vida nos dé señales que, vistas con ojos humanos, nada digan. Hemos de estar atentos para descubrir a Jesús en la sencillez de lo ordinario, envuelto en pañales y reclinado en un pesebre, sin manifestaciones aparatosas. Y todo el que ve a Cristo se siente conmovido a darlo a conocer enseguida. No puede esperar.
Naturalmente que los pastores no se pondrían en camino sin regalos para el recién nacido. En el mundo oriental de entonces era inconcebible que alguien se presentase a una persona elevada sin algún regalo. Llevarían lo que tenían a su alcance: algún cordero, queso, manteca, leche, requesón…. Sin duda que no es demasiado desacierto figurarse la escena tal como la representan los innumerables «belenes» de estos días y la pregonan los «villancicos» cantados con sencillez por el pueblo cristiano y con los que muchos de nosotros, quizá, hemos hecho nuestra oración.
María y José, sorprendidos y alegres, invitan a los tímidos pastores a que entren y vean al Niño, y lo besen y le canten, y le dejen cerca del pesebre sus presentes. Nosotros tampoco podemos ir a la gruta de Belén sin nuestro regalo.
Quizá lo que nos agradecería la Virgen es un alma más entregada, más limpia, más alegre porque es consciente de su filiación divina, mejor dispuesta a través de una Confesión más contrita, para que el Señor habite con más plenitud en nosotros. Esa Confesión que tal vez Dios lleva esperando hace tiempo…
María y José nos están invitando a entrar. Y, una vez dentro, le decimos a Jesús con la Iglesia: Rey del universo a quien los pastores encontraron envuelto en pañales, ayúdanos a imitar siempre tu pobreza y tu sencillez.