Necesitamos la felicidad

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La felicidad es la más ineludible y escurridiza de las aspiraciones humanas. A los sistemas éticos les gustaría conducirnos de la mano hasta ella, y no se les puede acusar de no haberlo intentado. Sobre todo en la antigüedad clásica se pensó que esa meta era asequible, y se identificó con el placer, con la tranquilidad de espíritu, con la virtud… Aristóteles constata que casi todo el mundo llama felicidad al máximo bien que se puede conseguir, pero reconoce que nadie sabe exactamente en qué consiste. Unos creen que es el placer, la riqueza o los honores. Otros piensan que es otra cosa.

A menudo, la misma persona cambia de opinión y, cuando está enferma, piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza; si es inculta, la cultura. El análisis aristotélico de la felicidad es completo y matizado. El filósofo nos dice que consiste, sobre todo, en la virtud, sin olvidar que necesitamos recursos materiales y amigos, pues sin ellos es muy difícil hacer algo. Como esa posesión no depende totalmente de nosotros, está claro que la felicidad requiere cierta buena suerte. En este sentido, si algo es un don divino, más debe serlo la felicidad, puesto que es la mejor de las cosas humanas. Séneca y los estoicos proclaman que la felicidad se encuentra en la liberación de las pasiones. Para evitar desengaños, cultivan la indiferencia hacia los bienes que la fortuna puede dar o quitar. El estoico quiere ser autosuficiente, bastarse a sí mismo. Se diría que pretende ser feliz con independencia de la misma felicidad, sustituyendo la felicidad por el sosiego. Pero la pretensión de amputar el deseo es imposible. Y, si fuera posible, su fruto serían seres humanos disecados.

En el inicio de la modernidad, los ilustrados fueron protagonistas de un renovado interés por la felicidad, casi una obsesión, y la concibieron en la forma pragmática que se ha denominado utilitarismo. «No tenemos otra cosa que hacer en este mundo que procurarnos sensaciones y sentimientos agradables», escribía Madame du Châtelet, la gran amiga de Voltaire. El mañana es incierto y el más allá está oscuro. Busquemos la felicidad en la tierra. Y pronto. A comienzos del tercer milenio, la felicidad sigue siendo tan escurridiza e improbable como siempre. Una atracción inevitable que convierte la vida humana en búsqueda constante de un paraíso que no encontramos en ningún mapa. La gran asignatura pendiente en el plan de estudios de la vida misma, la gran laguna de todo currículum. Porque la buscamos por dentro, por fuera, por encima y por debajo de todo lo que hacemos. Porque ocupa y envuelve nuestra vida entera, vestida casi siempre de ausencia.

Julián Marías ha explicado admirablemente que las cosas que perseguimos nos interesan en la medida en que van a traernos la felicidad, o la van a hacer más probable, o la van a restablecer si se ha perdido. Y su contradictoria condición de imposible necesario muestra el peso real e inmenso que tiene en nuestras vidas. Empeño que nos deja perplejos por su necesidad vital y su superlativa vaguedad. Porque el querer ser feliz no es objeto de libre decisión: constituye una exigencia que no puede quitarse de la circulación. De hecho, la felicidad puede definirse como el conjunto de todas aquellas cosas que la voluntad es incapaz de no querer. Sabemos que no sabemos exactamente dónde buscarla, pero la buscamos con todo lo que somos y tenemos. Ella, por su parte, juega con nosotros porque llega sin previo aviso y se va cuando quiere. A pesar de todo, cuando se digna visitarnos, experimentamos su visita fugaz y caprichosa como un regalo inmerecido.

Por otro lado la actitud de eliminación ansiosa de todo lo que nos pueda contrariar en nuestras vidas,  huyendo del esfuerzo y del más mínimo dolor y marchando sólo en busca de lo placentero a todas horas; es la forma más fácil de conseguir la insatisfacción mas absoluta y por tanto la infelicidad.

Quizá uno de los modos más eficaces de encontrar  la tan anhelada felicidad, consista en dejar de buscarla para uno mismo, por encima de todo y de forma egoísta. Sólo cuando nos esforzamos en hacer felices a los que nos rodean, a  nuestros seres queridos y amigos, sólo cuando nos olvidamos de nosotros mismos y de nuestra propia felicidad, la encontramos de forma misteriosa.

Nuestra sociedad necesita, de forma imperiosa, de muchas personas entregadas a los demás en la familia, en el trabajo y en los diferentes estamentos sociales, buscando, por encima de todo,  el bien material y espiritual  de todos.

La alegría de los persiguen sólo lo placentero es fugaz, la felicidad de las personas solidarias es permanente.

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