En 1964, un nuevo reo se sumó a la población reclusa de Robben Island. Era un reo joven, atlético e idealista. Se había comprometido con el futuro casi imposible de su país, había perdido la batalla y una condena a cadena perpetua le había privado de casi toda esperanza. Por supuesto, era negro. Nadie podía sospechar entonces que acabaría convirtiendo Robben Island en el altavoz que necesitaba para llamar la atención de la comunidad internacional. Con el apartheid –una sucesión de leyes injustas– le habían privado de sus derechos; con las rejas, de su independencia; con la celda, de la comunicación; pero jamás le despojarían –y esto él lo sabía– de su dignidad y libertad interior. Era el preso 466/64: Nelson Mandela. En él estaba encarnado todo un pueblo, su pueblo.
Robben Island, un diminuto islote situado a doce kilómetros de la costa sudafricana, alojaba en sus entrañas a numerosos presos politicos desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El líder del Congreso Nacional Africano (CNA) permanecería en aquel penal 18 de los 27 años que pasó entre rejas. Lejos de abatirle o de diluir sus aspiraciones, el tiempo en Robben Island fue para Mandela una época de aprendizaje y reflexión. Él daba gran importancia a la educación y, consecuentemente, dedicó a la lectura y al estudio buena parte del tiempo que le dejaba libre el cruel trabajo en la cantera. En concreto, invirtió muchas horas en el aprendizaje del afrikáans –el idioma mayoritario entre los blancos de ascendencia holandesa– y en la aproximación a la historia y a la mentalidad afrikáner.
Lo suyo estaba muy lejos del planteamiento del ajedrecista que trata de intuir las jugadas de su adversario para urdir el jaque mate: Mandela estaba convencido de que Sudáfrica no sería Sudáfrica sin los afrikáners. También ellos formaban parte del país. Entendía, por tanto, que eran imprescindibles en el futuro. Y para cautivarles –pensaba– era preciso conocerles. Con ese planteamiento, los largos años de prisión fueron un incansable y estimulante entrenamiento mental. En la isla, el único contacto con el pueblo afrikáner eran los guardias. Mandela fue poniendo en práctica con ellos su carisma y capacidad de seducción. Quizá más tarde –se decía– se presentase la oportunidad de hacerlo con los gobernantes y con el resto de la Sudáfrica blanca. De todos modos, esas disposiciones magnánimas tenían poco que ver con las de su juventud.
Antes de ser conducido a Robben Island, Mandela ya acumulaba una trayectoria densa y compleja. Tenía 22 años cuando se entregó a la lucha contra el apartheid. Como tantos otros jóvenes contagiados por la descolonización a veces accidentada de su continente, aspiró inicialmente a una democracia negra, y adoptó luego los planteamientos y las estrategias del comunismo. Sin embargo, con el tiempo se convenció de que el respeto a todas las razas y a todas las etnias era una premisa insustituible. Y esa fue la brújula que orientó sus pasos a partir del 11 de febrero de 1990, cuando, ya cumplidos los 72 años, respiró de nuevo el aire puro de la libertad. En el primer discurso que pronunció tras su excarcelación tuvo palabras de perdón, de compromiso y de comprensión que apaciguaron los temores de los blancos y alentaron las esperanzas de los negros. En mayo de aquel mismo año se iniciaron oficialmente las negociaciones entre el CNA y el Gobierno que conducirían a la abolición del apartheid.
No fue un empeño fácil. El Estado trató de reducir el racismo y la desigualdad con acuerdos, firmas y concesiones, pero la violencia crispó calles y barrios, jaleada por extremistas tanto blancos como negros. Se impuso una vez más la enorme fuerza de voluntad de Mandela, que consiguió sujetar sus propios instintos y sentimientos, y aplacó a la vez los impulsos vengativos de su pueblo. El decisivo punto de inflexión de la historia sudafricana se produjo en 1994, cuando Mandela fue elegido presidente en unas elecciones democráticas. Sus principios e ideales modelaron un gobierno multicolor en el que estaban representadas todas las minorías nacionales: negros, blancos, indios, musulmanes, cristianos, comunistas, conservadores y liberales.
El apartheid había desaparecido del paisaje jurídico, pero quedaba lo más difícil: ganarse el favor de los blancos. Movido como hasta entonces por la generosidad y el perdón, Mandela se sirvió del deporte en su lucha para construir una nueva nación. Y no de un deporte cualquiera, sino del rugby, una de las principales señas de identidad de la población afrikáner. Ver cómo el 24 de junio de 1995 43 millones de sudafricanos de todos los colores animaban a su selección en la final contra los temidos All Blacks de Nueva Zelanda fue la confirmación definitiva de que Sudáfrica había logrado empezar de nuevo su historia. Surgirían después otros problemas y otras diferencias, pero la increíble epopeya encabeza por Nelson Mandela tuvo aquel día un final feliz.