No sé escribir hoy de otra cosa, aunque mis palabras sirvan para poco. Pero me conmueve el dolor de los cristianos sometidos a una violencia sin precedentes en Iraq, y me aterra el silencio de Madrid y de Bruselas. Desde la separación Iglesia-Estado se podía entender –no es sinónimo de aceptar- la renuncia a la referencia al cristianismo en la constitución de Europa. Pero los sucesos de Mosul son auténticos crímenes contra la humanidad.
Así lo expresaba hace unos días Ban Ki-moon, secretario general de la ONU. Cuando cientos de familias cristianas huían de Mosul después del ultimátum de los yihadistas del Estado islámico, condenó “en los términos más fuertes posibles la persecución sistemática de las minorías en Iraq por parte del Estado y de los grupos armados que le apoyan”. En el comunicado oficial, reafirmó “que los ataques sistemáticos contra la población civil a causa de su origen étnico o su pertenencia religiosa pueden constituir un crimen contra la humanidad de cuyos autores deberán rendir cuentas”.
En ese contexto, en su edición del 23 de julio, L’Osservatore Romano se hacía eco de la fuerte condena de la Organización de Cooperación Islámica: “El desplazamiento forzado de los cristianos en Mosul es un crimen intolerable”. En su texto, la OCI denuncia las atrocidades cometidas como algo que no tendría “nada que ver con el Islam, con sus principios de tolerancia y convivencia”. Y su secretario general, Iyad Madani, se ofrece a “proporcionar la asistencia humanitaria necesaria a los desplazados, hasta que puedan regresar a sus hogares”.
“Los cristianos iraquíes de Mosul tienen más derecho que nosotros a sus tierras y sus hogares. Vivían en la ciudad antes de la llegada del Islam, y tenemos el deber de protegerlos”, afirma el escritor iraquí Younis Tawfik, musulmán sunita, nacido en Mosul y exilado en Italia desde 1979. Añade que ha pasado el tiempo de los califatos, y el que intenta establecerse ahora “es un califato entre comillas, es una organización criminal”.
Como se ha repetido estos días, es el bárbaro colofón de un terrible proceso acelerado por la invasión de Estados Unidos en 2003. Sus iconos actuales son la residencia del obispo de Mosul en llamas, y la letra “N” en lengua árabe grabada en las casas de los “nazarenos”. A comienzos del siglo, un millón de cristianos vivía en Irak: más de 600.000 en Bagdad, 60.000 en Mosul, y muchos otros en diversos lugares, también en la ciudad petrolera de Kirkuk (norte), y en Basora (sur).
Desde entonces, se calcula que dos tercios de ese millón de cristianos iraquíes se han exiliado de su propio país. La mayoría son católicos de rito caldeo, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares de Oriente, como Siria, donde predominan los ortodoxos. Se aferran desesperadamente a Bachar el Assad y en él confluye también la protección rusa de las comunidades ortodoxas de Oriente. Los acontecimientos en Iraq y los abusos de los combatientes yihadistas en la propia Siria confirman su criterio, de modo semejante a la respuesta positiva de la iglesia copta de Egipto ante el golpe de Estado del mariscal Al Sisi.
Por desgracia para los cristianos, Mosul no es Gaza. No hay una respuesta convincente en los grandes países occidentales –ni en las cancillerías ni en la calle-, que asisten con terrible indiferencia a una de las tragedias del siglo XXI. No llegaron a cinco mil las personas presentes ayer en el atrio de Notre-Dame de París, bajo un sol de justicia, antes de una misa por la paz, para testimoniar su solidaridad: miembros de la comunidad asirio-caldea, pero también el gran rabino de París, políticos de varios partidos y ediles de París. «Nadie actúa, nadie se mueve, es un verdadero genocidio», dijo Sabri Anar, párroco caldeo de Santo Tomás en Sarcelles, antes de rezar el Padre Nuestro en arameo con la multitud.
Tal vez las últimas noticias sobre la barbarie de los yihadistas faciliten una reacción. Tras los cristianos, han dado otro ultimátum a cinco grupos sunitas, hasta ahora aliados en la lucha contra el gobierno de Bagdad: o se ponen bajo sus órdenes o deberán abandonar la región. Los nuevos califas no se andan con chiquitas, como acaban de mostrar con la destrucción de instalaciones culturales, mezquitas o santuarios en la provincia de Nínive, incluida la tumba del profeta Jonás en Mosul.
Salvador Bernal