No podemos perder la esperanza

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Cuando los tiempos son duros y las dificultades arrecian, no parece que sea el pesimismo el mejor compañero. Es tan desagradable, que hasta las personas que, habitualmente lo tienen, lo niegan, afirmando que son, simplemente, realistas. No sé si absolutamente todas lo dirán, porque todas las reglas tienen excepciones, pero, al menos alguna que conozco bien, sí.

Es que el pesimismo no sólo un pesado lastre para el alma: es la persiana tupida que colgada de los párpados, nos impide percibir la realidad de las cosas que nos rodean y alzar la cabeza para ver los acontecimientos de frente.

Cuando, accidentalmente, nos dejamos invadir por él, bien se hacen notar sus efectos. De entrada, dificulta la visión de las cosas y los acontecimientos tal como son: sólo permite percibir aquello que más molesta. Luego, nubla el entendimiento para comprender lo que acontece, al tiempo que oscurece el juicio y paraliza e incapacita para la acción. Pero sobretodo, el pesimismo es el “matador” certero de la alegría que nace de la esperanza, que él mismo se encarga de arrebatarnos.

Por ello, importa mucho que en estos tiempos complicados, que nos está tocando vivir, nos esforcemos por ahuyentarlo. No para abandonarnos en brazos de una ilusión necia y vana, sino -porque necesitamos la luz que su presencia oculta- para ver claro y descubrir y sacar partido de cuanto de positivo haya, – mucho o poco -, en las circunstancias que modifican el normal desenvolvimiento de las cosas. Necesitamos la ilusión que el pesimismo arrebata y la alegría que destruye, para aprovechar todas las posibilidades.

Para ello es preciso recordar que los túneles tienen boca de entrada y también salida. Con esa certeza que fortalece la esperanza, es más fácil resistir el cansancio que supone caminar a oscuras, hacia delante, a su encuentro.

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