Perdóname, Hamlet

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Perdóname, Hamlet, príncipe de Dinamarca. Lo siento de veras pero estás equivocado. Del todo. Lo sospechaba hace tiempo, pero lo vi con claridad mientras releía tu historia. La tarde avanzaba gris y fría, con un ventarrón de invierno que barría los árboles y azotaba las almas. Si las bicicletas son para el verano, las tragedias son para el invierno.

Así que perdóname, Hamlet, príncipe de Dinamarca, pero vives en el error. Quizá porque eres murmurador y vacilante y conspiras y te haces el loco mientras viajas a Inglaterra. Eso sí, de provecho haces poco, más bien nada, pero no te culpo. Eres hijo de tu tiempo, que también es el mío aunque cuatro siglos nos contemplen.

Por eso, príncipe Hamlet, déjame decirte otra vez que yerras. Radicalmente. La cuestión no está en ser o no ser, en vengarte o perdonar. La verdadera pregunta, amigo mío, es otra. Así que reconoce, si eres hombre, que la última demanda, la radical encrucijada es creer o no creer. 

Quizá sea esta época septentrional, vieja como Castilla (La Vieja), la que pone sentencias en mi boca. Lo ignoro. Pero sí sé que todos nos hemos peleado alguna vez con esa duda: creer o no creer. Ni más ni menos. El resto son evasivas y pequeñeces. Tonterías, tal vez, pero que a muchos nos parecen más aviesas que un miura negro y solitario en la calle Estafeta.

Sin ponerme estupendo, te concedo que creer es una lata. Pocos respetan las costumbres del creyente y muchos sonríen con dentadura posmoderna. Sin embargo, la clave del asunto no está en cuántas cosas se creen, sino en la verdad de las certezas… Por mucho que estas vivan asediadas por las dudas, tan comprensibles, tan humanas. Quizá sea cierto aquello que le atribuyen a Unamuno de que si la fe no duda es fe muerta. Puede que, al formular esta sentencia, el atormentado bilbaíno pensara en el cartesiano Tomás, apóstol de los desconfiados, que necesitó tocar las llagas para creer. Sea como fuere, la fe hay que alimentarla porque es el único modo de que las dudas mueran de hambre.

Creer en Dios, danés de olfato fino, es conocerse en peso y medida reales, por más que hablar de Sus cosas —ya lo dijo Góricheva— resulte peligroso. No tanto por el golpe de la caída como por el enredo de pasar de Saulo perseguidor a Pablo perseguido. Las conversiones son así: imprevistas y radicales.

Lo cierto, Hamlet, es que todos creemos en algo. Todos tenemos nuestros propios dioses, aunque sean de bolsillo, como la globalización, el fútbol o la Bolsa (que no sabe si subir o bajar). Otros confían en la ciencia, ya salve vidas o las triture con acero y sal en blancos quirófanos. Algunos más en el absurdo, el azar y las buenas intenciones. Así será también dentro de cien años, cuando estemos todos calvos. La humanidad seguirá con sus problemas, instalada en las eternas preguntas de siempre. ¿Avanzamos o retrocedemos? ¿Existe Dios o más bien la nada? ¿Lloverá mañana?

Lo que sí puedo asegurarte, Hamlet querido, es que para entonces aún existirá un Señor de la Historia aquí abajo y un Padre allá arriba. También para ti, que elegiste vengarte y asesinar y convertir al ser en no ser por la vía rápida del veneno y la espada. Por eso, ya puestos, juega a caballo ganador y cree en Dios. Si no, amigo mío, acabarás creyendo en cualquier cosa.

Ignacio Uría-Nuestro tiempo

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