Caminamos en familia hacia el castillo de Javier, como cada mes de marzo. Es una rica tradición. Pueden caer chuzos de punta, nevar o pegar una solana inmisericorde y abrasarnos, nunca se sabe. Nos reunimos y durante doce horas compartimos intensamente nuestras cosas, insignificantes o importantes, la vida misma. Aunque nevó algunos días antes, este año tocó solazo. Un día fresco y ventoso, pero limpio, fulgurante. Ni siquiera encontramos el barro esperado. En esto, va mi hermano, que es directivo en una gran compañía eléctrica, y nos estampa en la cara «Tenemos un problema mucho más serio del que la gente se cree». Se refiere de repente al cambio climático, a cómo hemos hecho del mundo un estercolero y a que las probabilidades de catástrofe son ciertas e inminentes en términos históricos.
La conversación deriva entonces por derroteros predecibles, como que hay que reducir la emisión de gases y todo eso. Yo pregunto «¿Es irreversible el proceso?». Él dice que no, pero que, para que no lo sea, toda la energía generada en el mundo ha de ser limpia antes del año 2030. Nos quedamos pensativos. Seguimos caminando en silencio. Enseguida, confieso mi pesimismo. No es un problema de generación de energía ni de contaminación, planteo, sino cultural. En una sociedad global que promueve activamente el consumo acelerado, donde cada año hay que cambiar de móvil, por ejemplo, y las empresas facturar un tanto por ciento más que el año anterior o despedir gente y extinguirse, en este planeta radicalmente capitalista la catástrofe es inevitable. Interviene un tercer hermano, ingeniero: «Eso mismo dice Pablo Iglesias». Sonreímos. Y eso que la plática es sombría.
Enseguida asocio la sombra al periodismo. Deformación profesional. El periodismo no se sustrae al capitalismo salvaje, pienso. He aquí la clave de tanta desgracia. Nuestro oficio parece también condenado al cataclismo —si es que no ha sucumbido ya— porque se exige y se le exige lo mismo que a los demás: producir más con menos y más rápido. Y con esos mimbres debilitados, paradójicamente, inundarnos con alertas, generar decenas de tuits y obtener miles de amigos o seguidores, actualizar plataformas, sumar ediciones vespertinas para tabletas, multiplicar aplicaciones… Hay que hacer todo eso y estar conectados las veinticuatro horas del día. Y además producir a la mañana siguiente un diario impreso enriquecido y de pago.
¿Enriquecido? ¿De pago? ¿Existen los milagros? Desgraciadamente, no. A la mañana siguiente solo nos llega un maltrecho periodiquito que nada nuevo cuenta porque ya todo se ha contado antes gratis en la red. Un boletín aseado todo lo más, como reconoció sin vergüenza recientemente el director de un diario nacional importante. Cómo se atreven aún a cobrarnos por él es un misterio. Eso sí, sin estos boletines de medio pelo se cae todo el edificio periodístico. Porque resulta que ellos, los caducos diarios impresos, son los que sostienen todo. Más paradojas.
Andan las empresas periodísticas empeñadas en hacer lo que hacen todos, seguir el mismo vértigo. Se autoimponen esa obligación. Es una pena. Ninguna de esas empresas, que yo conozca, invierte sin embargo en lo que de verdad les diferencia. Dicen reinventarse, adecuarse a las demandas de las nuevas audiencias, pero en el fondo se empobrecen «multicanalmente» —si se me permite el neologismo— y avanzan sin remedio hacia la irrelevancia que han decretado Facebook, Google y otros lobos con piel de cordero. Acuciados por la escasez, el «nuevo» marketing, más sofisticado, los devora por dentro hasta el punto de perder sus señas de identidad.
Es tiempo de preguntarse, «¿Qué es lo que queréis ser, diarios del mundo?, ¿de qué lado estáis: de los que navegan la ola que conduce a la catástrofe o de los que se atreven a contar y así transformar el mundo?» The Times, en Londres, ha debido de escuchar el pronóstico de mi hermano. ¡Paren, que me bajo! A partir de ahora solo actualizará sus ediciones digitales tres veces al día. ¡Es tan evidente! Para que los diarios y el periodismo sigan siendo imprescindibles, la primera medida es no estar permanentemente conectado. Yo, como Patrick de St. Exupéry y Laurent Beccaria, sí pienso que otro periodismo es posible.