Por qué la intolerancia se ha vuelto respetable

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El convencimiento de que las libertades de conciencia y de expresión deben ser protegidas frente al control estatal fue una bandera de la izquierda norteamericana clásica. Pero la contracultura de los años 60 y 70 dio paso a un progresismo intolerante, que llegaría a justificar el trato desigual ante la ley y otras medidas antidemocráticas para impulsar el igualitarismo. Así lo explica Kim R. Holmes, miembro distinguido de la Heritage Foundation, en dos artículos publicados en Public Discourse .

“Vivimos tiempos intolerantes”, afirma Holmes a la vista de algunos episodios que han agitado últimamente la política estadounidense. Todos ellos revelan el afán de unos por controlar la forma de pensar y de actuar de los demás, así como “la voluntad de usar métodos coercitivos, desde la acción del gobierno al escarnio público, para impedir el debate y silenciar a quienes defienden una opinión distinta” de las consideradas aceptables en ambientes progresistas.

La censura en los campus universitarios con motivo de las ceremonias de graduación; el “lenguaje del odio”, que impide criticar la visión de la sexualidad defendida por el colectivo LGTB; las alertas o “trigger warnings” frente a ideas que pueden herir algunas susceptibilidades; el “mandato anticonceptivo”, que obliga a promover la contracepción y la píldora del día siguiente en los seguros médicos; o el boicot al cofundador de Mozilla por oponerse al matrimonio gay son algunos ejemplos.

Los progresistas modernos creen que la democracia liberal y el Estado de derecho resultan insuficientes para alcanzar la verdadera igualdad

Pero la intolerancia con los que piensan diferente solo es el síntoma de un problema más grave que Holmes llama “antiprogresismo”, y cuyo rasgo esencial es su temple antidemocrático. “El antiprogresismo se opone a la idea progresista clásica de que los derechos individuales merecen ser protegidos por igual por el gobierno y la ley, y es hostil a la libertad de conciencia y de expresión”.

Hay un antiprogresismo de línea dura, como el que emplean los gobiernos de Rusia y Venezuela para acallar a los periodistas y a los disidentes que les critican. Pero también hay versiones “blandas”. Los censores “se presentan a menudo como ‘progresistas’ e incluso operan dentro de sistemas democráticos y comprometidos con la legalidad. Pero su idea central es que la democracia liberal y el Estado de derecho resultan insuficientes para alcanzar la igualdad absoluta”.

Es esta forma de antiprogresismo la que Holmes considera que está ganando terreno en EE.UU. Por muy sofisticados que sean los nuevos mecanismos de censura, como el “lenguaje del odio” y los “trigger warnings”, en el fondo responden a la idea de que podemos saltarnos los límites constitucionales, los derechos individuales y las garantías procesales cuando se trata de alcanzar el objetivo más deseable de la igualdad.

“Antiprogresista” es reprimir la libertad de expresión y usar el poder del Estado para negar la igualdad de derechos a quienes piensan de manera diferente.

Las raíces del antiprogresismo

Holmes constata que muchas de esas muestras de intolerancia provienen de la izquierda, que en otro tiempo dio muestras de verdadero progresismo. Progresista fue el impulso que la generación de Thomas Jefferson dio a la convicción de que la conciencia del individuo necesita ser protegida frente a la tiranía del gobierno.

Y también la idea, recogida en la Primera Enmienda a la Constitución y desarrollada años después por otro progresista, el filósofo británico John Stuart Mill, de que la libertad de conciencia y la de expresión van unidas.

Y progresistas fueron los gobiernos de Franklin Roosevelt, Harry Truman o John F. Kennedy, así como el movimiento por los derechos civiles que tomó cuerpo bajo la presidencia de este último.

Pero el progresismo norteamericano entró por derroteros muy distintos con el movimiento de la contracultura, en los años 60 y 70 del siglo XX. Lo que comenzó siendo una rebelión contra el capitalismo y la sociedad de consumo terminó por desentenderse de los temas económicos, para entrar a saco en el ámbito de la cultura y de los estilos de vida.

Desde los años 60, el igualitarismo radical de la Nueva Izquierda ha ido transformando las causas clásicas del progresismo. “El feminismo ya no pretende dar a las mujeres los mismos derechos políticos y legales, sino combatir la estructura de dominación masculina y la cultura de la ‘violación’. La lucha contra el racismo ya no trata de garantizar que los afro-americanos y las minorías son tratados por igual ante la ley: ahora se centra en combatir el racismo ‘sistémico’ y en promover la discriminación positiva. El ecologismo ya no se ocupa de la conservación de los recursos naturales: su objetivo es ‘salvar’ al planeta de la superpoblación y del cambio climático. Ante este tipo de causas utópicas parece perfectamente admisible romper ‘algunos pocos huevos’ para hacer una tortilla progresista”.

El movimiento de la contracultura logró también que el progresismo cambiara su manera de entender tres cuestiones importantes:

La tolerancia. La idea impulsada por Jefferson de que la conciencia de los individuos es sagrada nació en el contexto de los debates sobre la libertad religiosa. Pero hoy se ha llevado al campo de las ideas políticamente correctas, lo que permite justificar la intolerancia con las opiniones contrarias, que son tachadas automáticamente de odiosas y opresivas. “En otras palabras, la intolerancia se ve como una cosa buena si sirve para impulsar una cierta idea de liberación social”.

El desacuerdo. El derecho a discrepar también nació vinculado a los debates sobre la libertad religiosa y de conciencia. Pero hoy se ha vulgarizado: “Más que una expresión de la conciencia individual ahora se ve como un arma para derrocar el viejo orden”. La Nueva Izquierda cree que el fin justifica los medios, y por eso piensa también que puede excluir del debate público a todo aquel que no esté dispuesto a suscribir las ideas correctas.

La virtud. “La virtud fue politizada e ideologizada: ya no fue vista como un asunto de responsabilidad personal, o como un derecho de la conciencia del individuo, sino como una medida del bien colectivo que supuestamente debe garantizar el gobierno”.

Esta visión de la virtud permite “condenar fácilmente a los propios rivales políticos” y acusarlos de “falta de decencia” solo porque piensan de manera distinta. “La letra escarlata se reserva no para los adúlteros sino para quienes dudan sobre el cambio climático o para quienes cuestionan que las uniones entre personas del mismo sexo tengan que llamarse matrimonio”.

El resultado de estos tres cambios es que muchos de los que hoy se consideran progresistas “han llegado a justificar las ideas más antiprogresistas, a saber: reprimir la libertad de expresión y usar el poder del Estado para negar la igualdad de derechos a los norteamericanos con los que no están de acuerdo”.

“El progresismo moderno ya no se limita a flirtear con la intolerancia. Ahora se apoya en ella de manera descarada. Y eso se debe, en gran medida, a que la intolerancia es aceptada por la cultura como un bien al servicio de una causa en la que crees. Cualquiera que sea el nombre que demos a esta nueva cultura americana, no podemos llamarla progresista, porque la tolerancia es la prueba de fuego del verdadero progresismo”

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