Existen dos mitos que Europa ha elevado a una categoría cuasi-sacral son la ciencia y la democracia. Son dos cosas muy valiosas, sin lugar a duda, pero en Europa se ha convertido en un auténtico tótem la idea de un progreso de la humanidad basado en la racionalidad científico-técnica y en la eticidad inmanente a la ley de las mayorías. Hay una clara mixtificación de ambas cosas.
El paradigma empirista, o positivista, que rige el discurso científico-técnico, se apoya en la idea implícita de que solo tiene valor cognoscitivo lo empirícamente verificable, siendo así que eso, a su vez, es un mito, el mito cientifista. En otras palabras: el prejuicio de que solo puede tener valor cognoscitivo lo empíricamente vericable no puede ser objeto de verificación empírica.
Porotro lado la ética consensualista (o «democrática») presupone la validez del principio acerca de que «hay que respetar lo pactado», o cumplir los compromisos, principio que a su vez no es pactable. La mixtificación ética de la democracia, la idea de que solo es bueno y justo lo que decidimos consesuadamente que lo sea, tropieza con este límite: la fuerza obligatoria del pacto no procede de ningún pacto.
Hay una serie de consensos pre-científicos, pre-políticos y pre-consensuales que hacen posible, precisamente, la discusión científica, política y ética, y que tienen la forma de símbolos fundamentales, o de axiomas indiscutibles.
En nuestra sociedad occidental se pone en entredicho abiertamente a los que defienden la existencia de valores morales universales, inmutables y anteriores a la misma sociedad, por considerarlos defensores de mitos de caracter religioso; a pesar de la apelación continua al dialogo. Y sin embargo no se permite la más mínima discusión sobre la validez universal de los dos mitos preponderantes: la ciencia y la democracia.