Internet, las tabletas, los móviles y en general las tic son solo la llave para abrir la puerta de una revolución mucho mayor: cambiar la forma de enseñar el mundo, tanto a los niños de tres años como a los adolescentes que llegan a la universidad. De modo que todos, a su nivel y según su capacidad, sean los verdaderos protagonistas de su aprendizaje. La enseñanza inversa no es una moda pasajera, sino una filosofía de enseñanza que ha llegado para quedarse.
Si un cirujano de hace cien años entrase hoy en un quirófano probablemente no sabría cómo conducirse, desconocería buena parte del instrumental e ignoraría el uso de la tecnología que contiene hoy una sala de operaciones. En cambio, si un profesor de hace cien años entrase en una de nuestras aulas, probablemente no tendría problema alguno para «dar la clase».
Y es que pocas actividades han permanecido tan iguales a sí mismas como la enseñanza. Una escuela de hoy difiere poco de una de ayer. Sin embargo, el mundo que nos rodea ha cambiado de manera radical. Ya no es posible aprender como antaño, pero no porque los conocimientos sean más amplios o incluso distintos; eso, siendo mucho, sería poco. Lo que ha cambiado de manera radical son las necesidades del aprendizaje. Hay que reconocer que la escuela —la universidad también— son muy resistentes al cambio. No porque no progrese el conocimiento, sino porque no progresan los modos de trasmitirlo.
Ya señaló John Dewey hace casi cien años que «si enseñamos a los alumnos de hoy como lo hicimos con los de ayer, les robaremos el mañana».
Veamos un instante la universidad. En lo esencial, ¿en qué se diferencia una «lectio» de hoy de una «lectio» propia de las escuelas monacales y catedralicias? Hace unos años decíamos: «Parece como si no se hubiese inventado la imprenta». Hoy diríamos al contemplar las clases de cualquier nivel educativo: «Es como si no hubiésemos descubierto la realidad digital y la sociedad conceptual».
Claro que nadie negaría el progreso del conocimiento, pero si eso es así, ¿por qué no cambia el modo de transmitirlo? Las necesidades han cambiado. Ahora el alumno debe ser capaz de asumir el protagonismo que la metodología didáctica expositiva le hurta. Claro que la exposición es necesaria, útil y eficiente, pero no el único medio para que el alumno se erija en sujeto agente y deje de ser sujeto paciente.
¿Qué pasa cuando un profesor habla en clase? Un estudio relativamente reciente de la Universidad de Columbia (Estados Unidos) dibuja la siguiente realidad: un profesor expone a una velocidad entre cien y doscientas palabras por minuto. De ellas, el alumno capta aproximadamente la mitad. La retención de los estudiantes durante los diez primeros minutos de la lección es del 70 por ciento; en los diez últimos minutos, solo del 20 por ciento. Peor aún: en una clase típica los estudiantes atienden el 4o por ciento del tiempo.
La cuestión de fondo es que en el escenario actual el alumno va a clase «a ver qué le dicen», a tomar unas notas… y a aclarar —eso sí— qué entra y qué no en el examen. Alguien con cierta acritud dijo en una ocasión que «una lección magistral es un procedimiento por el que lo que está en los papeles del profesor pasa a los papeles del alumno, sin haber pasado por la cabeza del uno ni la del otro». Exageraciones aparte, un esquema didáctico basado en la exposición refleja una concepción de la escuela o la universidad como ámbitos de enseñanza donde el profesor es el gran protagonista; pero si la metodología es diversa y se centra en la acción del alumno, si rescata al alumno del anonimato y lo pone en primer plano, se logrará su implicación personal a través de la acción.
Este es uno de los retos de la educación moderna, que va mucho más allá de la profusión de medios digitales, como a veces puerilmente se piensa. «Para saber lo que queremos hacer, tenemos que hacer lo que queremos saber», podríamos decir recordando esta máxima del estagirita. El alumno debe pasar de espectador a protagonista, de sujeto paciente a sujeto agente. La implantación decidida y la integración cabal de la tecnología —particularmente la digital— pueden hacer posible esta aparente utopía. No porque facilitan un acceso rápido y sencillo a la información —esto, siendo mucho, sería poco—.
La importancia de la tecnologías reside, a nuestro juicio, en dos aspectos básicos: la función diferente que adquieren profesor y alumno en el proceso de enseñanza-aprendizaje —que les permite un desarrollo de capacidades diversas, tanto para unos como para otros—, y en que el tratamiento de la información ya no es lineal. Por eso la clave ahora es una educación que fomente hábitos intelectuales, en lugar de la mera transmisión de conocimientos. Lo importante no es lo sabido, sino el saber. Como señaló hace más de veinte años el rector de nuestra Universidad, Alejandro Llano, en el discurso de apertura del curso 1994, «lo descriptivo cederá la primera posición a lo metodológico. Lo formativo tendrá mayor relevancia que lo informativo. El objetivo focal será una intensa y amplia preparación intelectual: aprender a pensar con rigor, hondura y creatividad».
Javier Tourón y Raúl Santiago