Originariamente no había contraposición alguna entre el cumplimiento de las tareas del trabajo diario y la unión con Dios. La vocación primigenia del hombre era la de ser contemplativo en la realización de dichas obras.
El trabajo y la vida familiar y social como realidades queridas por Dios, están afectadas y ordenadas en último término a la realización de la vocación sobrenatural de la persona humana. El mundo del trabajo profesional posee sus leyes y su autonomía propias, pero siempre ordenadas a un fin superior que las da sentido.
Los cristianos, en cada época de la historia, reciben este mundo como herencia y como tarea, para que, con el uso de su libertad, ordenen todas las cosas hacia la comunión de los hombres con Dios en todos los cometidos propios de la vida ordinaria.
Así las actividades profesionales, familiares y sociales deben ser realizadas con la mayor perfección, para que contribuya a la transformación de la sociedad y al mejoramiento del mundo.
Chesterton escribía en 1925 que «de todos los silencios este, de la vida oculta de Jesús, es el más grandioso y el más impresionante (…) y nadie, que yo sepa, ha intentado servirse de él para demostrar algo en particular».
Las escasas noticias que ofrecen los evangelistas sobre la vida de Jesús en Nazaret nos hacen pensar, que transcurrió como la existencia común de los hombres, de la que poco hay que decir, y nos llevan a entender que esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública.
«Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo». (1)
Por tanto, también para nosotros la vida diaria, en apariencia gris, con su monotonía hecha de gestos que parecen repetirse siempre iguales, puede adquirir el relieve de una dimensión sobrenatural, transfigurándose así.
La existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección.
Lo que Jesús hizo materialmente durante esos años se puede compendiar en pocas palabras: estaba sujeto a sus padres, trabajó como artesano, llevó una vida normal entre sus conciudadanos. Materialmente no hay más que añadir. Pero respecto a cómo lo hizo, hay mucho que observar y decir porque en esos quehaceres ordinarios se proyecta el Sacrificio de la Cruz y la Resurrección y Ascensión a los Cielos: proyección que resulta fundamental para descubrir la trascendencia de las tareas cotidianas de Cristo en Nazaret y, en consecuencia, la del quehacer ordinario del cristiano unido a Él.