Nuestra dependencia por los antibióticos es muy elevada. Cuando nuestro organismo no puede vencer una infección necesitamos estos compuestos químicos para eliminar a las bacterias, hongos o protozoos que nos invaden -por cierto, los antibióticos no son efectivos frente a un virus-. Desgraciadamente, esto ya sucede. En los últimos años muchos antibióticos han dejado de ser tan efectivos como antes. Entonces, ¿qué les pasa?, ¿se están deteriorando? No, no les ocurre nada, son las mismas estructuras químicas., pero las bacterias resisten a esas “balas mágicas”. ¿Cómo han aprendido a evadirse de ellos? Sencillamente, después de tanto emplear antibióticos, hemos eliminado las bacterias sensibles pero han sobrevivido las bacterias mutantes resistentes, haciéndose mayoritarias. Así de simple.
Fuente: Carlos Gamazo
(Catedrático de Microbiología de la Universidad de Navarra)
Antes de 1940, en la llamada “Era pre-antibiótica”, una bacteria que invadía nuestro cuerpo a través de una herida podía causarnos la muerte. Sin embargo, algunos científicos de la época descubrieron que algunas bacterias y hongos peleaban entre sí en su entorno natural (suelo, agua, etcétera) empleando compuestos químicos para destruirse mutuamente: una verdadera lucha biológica para eliminar al competidor por el alimento, al enemigo. Se entiende ahora que los antibióticos no sean eficaces frente a los virus porque los virus no son células, no se nutren, y por tanto no compiten por el alimento con esos otros microorganismos celulares.
Los antibióticos siempre han estado ahí, pero el mérito de Fleming, Florey y Chain (Premios Nobel en 1945) y otros microbiólogos fue obtener grandes cantidades de antibióticos de bacterias y hongos para poder administrarlos terapéuticamente en el hombre, los animales y las plantas. El optimismo fue espectacular. Equivaldría hoy al anuncio de una hipotética cura contra el cáncer. “Es hora de cerrar el libro de las enfermedades infecciosas” declaró entonces William Stewart, consejero general de Salud del presidente norteamericano Lyndon Johnson (1963-1969). Sin embargo, los antibióticos considerados la solución contra las enfermedades infecciosas ya no son tan eficaces, y las consecuencias son dramáticas, de ahí que incluso se hable del «holocausto de los antibióticos».
Volvamos al concepto inicial: la administración de antibióticos a un paciente consigue la eliminación de las bacterias sensibles, pero no destruye las resistentes, que se multiplicarán. Así, el uso de antibióticos favorece la resistencia de las bacterias al antibiótico utilizado (concepto darwiniano: la utilización masiva de antibióticos favorece la supervivencia del mejor adaptado). El uso de antibióticos selecciona las cepas resistentes y las convierte en predominantes. Si lo consideramos en su conjunto, las bacterias soportan la acción de 18.000 millones de toneladas de antibióticos al año.
Queda claro que su resistencia está en continua evolución y tiene importantes repercusiones clínico-terapéuticas. Debemos detener este fenómeno: de lo contrario, volveremos a situaciones dramáticas de infecciones fatales, incurables, como las vividas en la era pre-antibiótica de nuestros bisabuelos.
La solución requiere luchar en dos frentes. En primer lugar, un empleo racional de los antibióticos, que se emplean indiscriminadamente, incluso por los profesionales de la Medicina (más de la mitad de las prescripciones de antibióticos se extienden sin pruebas claras de infección). En segundo lugar, encontrar nuevos antibióticos. Afortunadamente, la universidad y la industria farmacéutica cooperan en la investigación de nuevos antibióticos, la mejora química de los existentes o incluso del diseño y síntesis de otros totalmente nuevos. Numerosos estudios avivan la esperanza. Los microbiólogos están encontrando nuevas “balas mágicas” producidas por microorganismos en los océanos y en otros remotos parajes de nuestro planeta. La industria farmacéutica, a la que tanto maltratamos, no se rinde. Buena suerte.