Conviene recordar antes de nada que a Jesucristo no le condenó el poder o la democracia, sino el relativismo de Pilato. Porque ni Pilato era demócrata, ni respetaba en lo más mínimo al pueblo judío. Antes bien, lo despreciaba. Por eso en nuestra situación actual lo más peligroso es que nuestros gobernantes se dejen llavar por planteamientos relativistas en su toma de decisiones.
La democracia presupone valores. Para empezar, los derechos humanos. No es verdad que la democracia respete por igual todas las opiniones políticas, porque ella misma es una opinión política junto a otras, aunque posiblemente la más conforme a la dignidad y libertad humanas.
La democracia se sostiene no sólo sobre el valor de la igualdad, sino principalmente sobre la común dignidad de los hombres. Un régimen verdaderamente democrático, antes de caracterizarse por la prevalencia de la opinión mayoritaria, se define por el respeto que tiene hacia todo ser humano. La democracia, por lo tanto, no se sostiene sobre la ausencia de valores. La democracia presupone un núcleo ético no relativista, y este núcleo está formado por los derechos humanos. Estos derechos son como las fronteras de la democracia, dentro de los cuales han de jugar las mayorías, sin salirse de su respeto y promoción.
Los Parlamentos pueden debatir sobre el mejor modo de protegerlos y promoverlos, pero no pueden abolirlos, so pena de renunciar a ser verdaderamente democráticos. Uno es demócrata, ante todo en la medida en que respeta la común dignidad de todos los seres humanos. Son, por eso, tremendamente injustos y antidemocráticos los que defienden el aborto o la eutanasia, porque excluyen a otros hombres del derecho humano más básico, que es la vida, sobre el que se fundan todos los demás.
En una sociedad donde triunfa democráticamente la ideología nacional socialista, como fue la de Hitler, ¿qué validez tiene la opinión mayoritaria respecto al asesinato en masa de los judíos? Las normas legales de la democracia sólo son legítimas cuando se fundan sobre unas normas básicas sobre las que no se discute. Por eso dice Aristóteles, al tratar sobre los límites del discurso, que quien discute si se puede matar a la propia madre no merece razones sino azotes. Para entrar en el debate público, hace falta un mínimo de sensatez. No se discute sobre si hay que proteger los derechos humanos, sino sobre el mejor modo de hacerlo. Y quien diga que no hay que protegerlos, lo mejor es protegernos de él.
“Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín. Y Benedicto XVI lo dejó clarísimo con estas palabras: «Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político»
Por la misma razón sería peligrosísima la actitud relativista y falta valores de unos gobernantes, que aprovechando una situación de alarma por pandemia sanitaria establecieran, por decreto ley, unas normativas que recortaran los derechos humanos de sus subditos, como el de libertad individual o que inocularan en la sociedad, con su tremenda influencia mediática, una desvalorización de la vida de las personas.