El pasado año se cumplieron los cincuenta años del fusilamiento de Ernesto Guevara, el revolucionario por excelencia. La efeméride ha pasado sin pena ni gloria, lo que demuestra que el mito envejece mal aunque su efigie siga —milagros del marketing— impresa en camisetas y almas.
La tentación revolucionaria creció con fuerza en el siglo xx. De Lenin a Hitler y de Mao a Pol Pot, la utopía armada se extendió por medio mundo. Por el camino se quedaron millones de muertos que habían estado dispuestos a morir (y matar) por su ideología. La historia confirma, sin embargo, que ninguna revolución contemporánea ha estado a la altura de sus expectativas. Pese a ello (o quizá por ello), una parte de la sociedad juzga a los revolucionarios por sus intenciones y no por los resultados de actuación. Una persona en sus cabales rechaza una ideología que no funciona. Sin embargo, el revolucionario culpa a la realidad de que su ideología no funcione.
Podría pensarse que esta etapa histórica ha sido superada. Al menos en Occidente, donde el imperio de la ley y la democracia garantizan la libertad y la igualdad de oportunidades. La realidad es diferente: los revolucionarios aún existen, aunque han cambiado sus métodos. Hoy les interesa más alterar la textura social que cambiar la estructura política. Todo llegará, se dicen. Lo explica Hannah Arendt en su magnífico «Sobre la revolución», escrito en 1963.
Medio siglo después sufrimos esa alteración en la educación, la moral sexual o la bioética pero también en la política, donde el nacionalismo rebrota con una violencia cultivada durante años, también por los poderes públicos. Como señaló el Che Guevara, «un pueblo que no odia no merece su libertad».
Sócrates, ejemplo máximo de buen ciudadano, prevenía a sus discípulos contra la tiranía de los pueblos apasionados. Pueblos dispuestos a dejarse llevar por un sentimiento que se erige en el criterio último de actuación y que lo justifica todo. En especial, el desprecio a la ley y la anulación personal y política del discrepante.
Consideran, en fin, que la revolución es el hecho moral por excelencia, y usan todos los medios existentes para que su causa avance. Su compromiso es con la historia, no con la sociedad ni con el humanismo. Nada nuevo bajo el sol revolucionario.
Ignacio Uría