Diariamente se producen desplazamientos de personas, situación que les aleja de sus raíces y de la familia en busca de nuevos horizontes. Los motivos que impulsan a cambiar el rumbo vital son heterogéneos: asuntos laborales, aspiraciones formativas, turismo, la búsqueda de un tratamiento eficaz para una enfermedad o escapar de la guerra. Todas estas causas, tan dispares e incomparables, comparten, sin embargo, algo fundamental: la persona.
Detrás de cada viaje hay un sujeto con una historia. Identidad, experiencia, sueños, ilusiones, sentimientos de pertenencia a una familia o grupo cultural constituyen aspectos inherentes a la persona que se entremezclan en las relaciones que entablamos con los demás para poder crear un vínculo significativo entre dos seres humanos.
En el lugar de destino, los individuos sienten la necesidad de establecer nuevos nexos para ampliar su entorno vital y crear redes sociales más amplias como factor de su propio desarrollo. Sucede que, cuanto más se asemeje la historia del otro —sus creencias, sus costumbres e incluso sus rasgos físicos— a nuestra realidad particular, la simpatía aflorará con más espontaneidad y las relaciones interpersonales se consolidarán. En cambio, cuanto más distanciadas parezcan ambas personalidades, los prejuicios nos invadirán y provocarán interacciones banales. No debemos tener miedo en afirmar que lo diferente nos asusta, pero ¿por qué nos resulta tan difícil alejarnos de esas ideas preconcebidas para crear relaciones profundas con otros?
La situación se agrava si analizamos cómo influyen estos prejuicios en el ámbito sanitario. Hoy en día, los profesionales de la salud atendemos a personas con diferentes culturas y razas, y tenemos que saber cómo tratar con ellos. Para conseguirlo es necesario que, conocedores de nuestra propia lente cultural, evitemos dar protagonismo a nuestros prejuicios y estemos dispuestos a desarrollar una sensibilidad a la diversidad que nos acerque a esas personas. Si no tenemos en cuenta estos aspectos, la asistencia ofrecida desembocará en relaciones superfluas que disminuirán la calidad de la atención.
El miedo a lo desconocido hace que tendamos a protegernos de individuos con diferentes patrones de comportamiento, privilegiando nuestras actitudes etnocéntricas y generalizando los consejos de salud por grupos culturales en vez de por personas. En consecuencia, sin quererlo, acabamos imponiendo nuestro modo de pensar.
Sería bueno que los profesionales sanitarios evitáramos que nuestro propio contexto cultural influya negativamente en la relación con los pacientes. Por tanto, resulta conveniente desarrollar una sensibilidad más profunda hacia la diversidad y no temer la autorreflexión. Parece necesario, por tanto, adquirir habilidades que nos permitan reconocer las singularidades de cada individuo y entenderlas en su conjunto de un modo constructivo.
En definitiva, una atención sanitaria que no sortee los prejuicios tiende a provocar relaciones que adolecen de incomunicación, que dejan al descubierto escaso conocimiento de la otra persona y que refuerzan actitudes que olvidan que cada persona es única e irrepetible.
Maider Belintxon