Las palabras envejecen. Como las personas. Un día vienen al mundo para nombrar lo innombrado, y tiempo después languidecen en libros perdidos, solitarias como cipreses de cartuja. Algunas veces —pocas— tienen suerte y alguien las resucita por amor al arte o a la necesidad. Entonces viven una segunda juventud, mejor incluso que la primera. Por ejemplo, la que hoy disfruta «arroba», antaño unidad de peso en mercados y ferias, y ahora reina del ciberespacio.
Quizá por eso algunas almas buenas —que las hay y viven entre nosotros— quieren proteger palabras que son como animales en extinción. Así que se inventaron una especie de reserva india (reservadepalabras.org), pero con vocablos en vez de pieles rojas.
Esta iniciativa ha revivido términos tan gastados como unos zapatos viejos, pero que aún quieren caminar. Por ejemplo, «zaguán«, que llegó de Arabia para nombrar al solemne atrio romano, tan grave y severo en sus mármoles. O «usía», que según el diccionario es una síncopa de «vuestra señoría». ¿«Síncopa»? ¡Ah! La Real Academia y sus cosas, todas interesantes, algunas misteriosas. Ahora que lo busco, «síncopa» es una contracción, pero no de parto —que duele más—, sino de palabras. Un acortamiento que doña Faustina —maestra del román paladino «en el qual suele el pueblo fablar a su veçino»— inculcó en nuestras asilvestradas mentes escolares.
Si las palabras sufren contracciones es porque se alumbran unas a otras. Así nació «ultramar», que tiene por padre al «más allá» y por madre a «la mar». Más allá de la mar. En mis recuerdos, «ultramar» tiene un sinónimo inevitable: La Habana, capital de un mundo remoto, pero cercano en el alma. Tan cercano que, allá por los años cuarenta, un terrateniente andaluz quiso contratar a un aldeano astur, perito en vacas. «¿Ir a Sevilla?», interrogó el indígena con sorna. «Pues mire, no. Sevilla está muy lejos. Si estuviera más cerca, como La Habana…».
Las palabras. Al darse vida entre ellas nos iluminan también a nosotros. Brillan, aunque se llamen «tragaluz» y Buero Vallejo la hiciera teatro. Las palabras llevan y traen recuerdos, como un «ómnibus», y reaniman aunque sean «quebrantos» y don Quijote se los coma los sábados con sus «duelos» de rigor. Hay palabras cortas de significado largo (como «tranco») y otras que usamos sin conocerlas («acicate» o «pábulo»), pero que son bellas, y solo por eso hay que protegerlas.
Las palabras. Algo santo tendrán cuando en el principio existía el Verbo. Algo santo esconden si la Palabra se hizo Hombre en una aldea de cabreros —confines del Imperio— y la Historia cambió para siempre. Algo santo.
Ignacio Uría