Sobre la monarquía en España

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Cuando en el otoño de 1966 el diario Madrid comenzó a tratar los asuntos políticos de manera incisiva y novedosa por su atrevimiento, la opinión pública de la época se preguntaba por qué Madrid no sacaba a relucir —sabiendo que sus principales inspiradores eran monárquicos— el tema de las formas de gobierno. No en vano era una de las cuestiones pendientes dentro del proceso de institucionalización de la dictadura.

Franco no había nombrado aún sucesor, y la apertura provocada por la nueva Ley de Prensa invitaba a iniciar la discusión. Solo después de dos meses y medio, el 14 de noviembre de 1966, el diario dijo: «No somos indiferentes ante tal cuestión […]. Lo que ocurre es que la Ley de Principios Fundamentales ha definido ya la fórmula institucional para cuantos somos solidarios de su espíritu. […] No aspiramos a definir nuestras posiciones por puntos de referencia tan últimos, sino por nuestra manera de entender lo más inmediato y de general preocupación […]. De estas cosas y de otras parecidas hemos hablado y seguiremos hablando, de las cosas que están más cerca de los problemas vitales de los españoles de hoy».

El diario Madrid no negaba que tenía una opinión al respecto, como todos sospechaban, pero pensaba que había cuestiones más importantes que resolver: las referidas al reconocimiento del pluralismo político y la modernización democrática de las estructuras políticas de aquel régimen.

Mutatis mutandis (cambiando lo que se debería cambiar), creo que hoy podríamos decir algo parecido. Ante la marea de opiniones a favor o en contra, accidentalistas o mediopensionistas, en torno a la idoneidad y conveniencia de la monarquía como forma de Estado en la España del siglo XXI, convendría fijar más la atención en lo esencial, dejar a un lado esos «puntos de referencia tan últimos», y centrarnos —porque el momento actual así lo exige— en «lo más inmediato y de general preocupación».

El poder real —no confundir con «regio»— del monarca constitucional en España es muy escaso. También lo sería posiblemente el del presidente de una hipotética Tercera República, porque los partidos políticos no se prestarían a ceder sus privilegiadas posiciones en cuanto al reparto del poder. Por tanto, aunque el debate se encienda por razones históricas y políticas comprensibles dada nuestra propensión al apasionamiento, sería más productivo concentrar nuestros esfuerzos solidarios en esas «otras cosas» que constituyen las principales preocupaciones ciudadanas: problemas económicos, sociales y políticos, como los que el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) refleja regularmente en sus encuestas de opinión; o los que denuncian instituciones sociales como Cáritas.

No estamos acostumbrados a cambios en la jefatura del Estado. El de Juan Carlos I por Felipe VI es el único digamos «normal» de las últimas décadas. En 1975, un dictador dio paso a un monarca que transformó el régimen en una democracia parlamentaria. El anterior llegó gracias a su victoria en una guerra civil. Unas buenas dosis de normalidad y estabilidad institucional son saludables para todos. Bastantes problemas urgentes tenemos como para echarnos encima uno más donde el acuerdo sería casi imposible. Hablemos de otras cosas importantes, y, por qué no, también de otras más prosaicas que sirvan para relajar el ambiente.

Carlos Barrera  ( profesor titular de la Facultad de Comunicación y editor de la revista Communication & Society)

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