Cuando llegan los primeros días de noviembre, seguramente pensamos un poco más sobre la muerte. Hay sabios que dicen que en nada piensa menos el hombre libre que en la muerte. Tampoco faltan quienes consideran que la verdadera sabiduría sólo procede de la meditación sobre la muerte.
Acaso sea éste uno de los síntomas más notables de la superficialidad que invade el tiempo actual: el ocultamiento de la muerte. Por lo demás, pensamos que la muerte es cosa de otros. Bueno siempre, menos una. Y es que a nadie nos gusta pensar sobre este tema, pero reflexionar sobre la muerte quizás es el tema más importante; caminamos en dirección a ella, no sabemos cuando nos tocará, pero tenemos el deber de mirar a nuestro alrededor, dar las gracias por cada minuto, y darle las gracias a ella por hacernos pensar en la importancia de cada actitud que tomamos o dejamos de tomar.
Para encarar la muerte como una gran compañera de viaje que está siempre sentada a nuestro lado, no deberíamos dejar jamás para mañana lo que podamos vivir hoy, y eso incluye alegrías, obligaciones hacia mi trabajo, pedir perdón cuando he hecho daño a alguien o la contemplación del momento presente como si fuera el último.
La pregunta transcendental que nos hacemos es, ¿cuándo? No nos importa mucho dónde moriremos; ni siquiera de qué moriremos. La pregunta clave es cuándo. Sin embargo, esta inquietante pregunta tiene una respuesta, para no vivir intranquilos, asustados, nerviosos… pensando que podemos morir esta noche, mañana, la semana que viene…
La respuesta no puede ser otra que estar preparados. Es decir, vivir como Dios manda, con la seguridad de la resurrección que Jesús con la suya nos ha garantizado.