Como justificación ante cualquier fallo, se esgrime la frase “Nadie nace enseñado”. La conocemos bien por repetida y confirmada a diario con la propia experiencia. Todos tenemos que aprender todo.
Ese “todo”, aunque parezca una perogrullada, abarca ¡todo! : lo fácil y lo difícil; lo sencillo y lo complicado; lo elemental y lo complejo; lo corriente y lo extraordinario porque, comúnmente pensamos que lo que hay que aprender y, en consecuencia, a lo que hay que dedicar especial atención y tiempo, es a lo complicado y difícil.
Es cierto, pero sólo en parte: muchas cosas corrientes y sencillas se podrían hacer mejor o muy bien, si en vez de despreciar su aparente pequeñez, se las dedícase, cuando menos, un poco de atención y sentido común, que no salen bien porque las hacemos nosotros, sino porque están hechas teniendo en cuenta las circunstancias, aspecto que se percibe habitualmente en el campo de la solidaridad.
Toda solidaridad arranca del conocimiento de una situación concreta de carencia que conmueve, a la que sigue la decidida voluntad de ayuda.
La diferencia surge en la forma de prestarla en la que influyen, por ejemplo, la comprensión y la paciencia que se tengan. Con ellas, es fácil hacerse cargo de que la persona que tiene esas carencias que nos conmueven, sufre otras que no imaginamos; que sus prioridades, por tanto, son distintas de las nuestras, como también los son sus reacciones; que lo que necesita realmente no es, lo que a nosotros parece, o que es su tiempo, no el nuestro, es el que da medida a su necesidad.
Decía en una ocasión un donante que se tardaba más de hacer llegar una cosa a alguien necesitado, que llevarla al Punto Limpio. Tenía razón… porque no tenía en cuenta que él disponía de destornillador para desmontarla y medio de transporte para llevarla, elementos de los que suelen carecer las personas necesitadas.
Pues eso: la solidaridad es necesaria, pero mejora muchísimo cuando su práctica va acompañada de comprensión y paciencia.