El humor, como todas las artes, funciona por comparación con la realidad: uno se ríe de lo que reconoce. Sin un conocimiento previo compartido con su público, es imposible que alguien haga reír. De ahí que encontrara gracioso un sucedido que me contaron de primerísima mano el pasado mes de julio. Ocurrió en un colegio de Lisboa. Un alumno pretendía entrar a deshora y pidió, por favor, a un profesor que le abriera la puerta. El profesor, por enredar un poco, le dijo: «Te abro si me lo pides en inglés». El chaval, muy cortésmente, se plegó al requerimiento: «May you open the door, please?». Viendo que el crío respondía, el profesor quiso darle otra vuelta de tuerca, ya por divertimento: «Bien. Si me lo pides ahora en español, te abro». Y el chaval, con la mayor naturalidad, procedió a elevar el tono de voz y exclamó en correctísimo castellano: «¡Abra la puerta, joder! ».
No podía parar de reírme cuando me la contó el profesor protagonista, entonces director del colegio y hoy jubilado. Se reían también los demás portugueses que estaban en el corrillo. Nos ven así porque somos así: bruscos, gritones y malhablados. Curiosamente, no hemos exportado esos modos a Latinoamérica, donde la delicadeza expresiva es norma. Siempre me ha desconcertado, por ejemplo, la extremada dulzura de los colombianos, quizá exagerada. Recuerdo cómo me alarmé mientras merendaba en una cafetería de Medellín cuando se acercó una camarera a decirnos: «¡Ay, señores, cuánto lo siento! ¡Qué pena!». Y parecía realmente afectada, porque tanto las palabras como el tono de voz anunciaban tragedia. Me puse rígido y miré hacia mi acompañante, Juan José Hoyos, escritor y profesor en la Universidad de Antioquía. Pero el hombre no mostró ninguna señal de inquietud. Seguía tan pancho. La camarera insistió en que lo lamentaba muchísimo pero tenía que cerrar el local.
Cuando recibo a estudiantes latinoamericanos, les explico que los primeros meses lo pasarán mal, pero que tengan en cuenta que los españoles no estamos siempre enfadados, sino que somos así, algo brutos. En algunas zonas somos más bestias en el tono, excesivamente seco; en otras, somos más bruscos en las palabras, demasiado burdas incluso cuando quieren expresar afecto; y hay lugares en las que ambos se acumulan. Buena parte del éxito de la película Ocho apellidos vascos está prendido de la explotación de ese defecto patrio.
Porque es un defecto. Y además, agudizado por la incorporación de la mujer al uso de todo ese despliegue de palabras malsonantes en el que nuestro idioma muestra una peculiar exuberancia. Hasta tal punto que, con el paso del tiempo, muchos de esos vocablos ya ni se identifican como groseros por parte de un número cada vez más amplio de personas. En este país, la grosería es interclasista y no se anda con remilgos de posición social, nivel educativo o edad. La nuestra es una grosería cultural: simplemente, nos vemos así y consideramos amaneramiento lo contrario. De hecho, envilecemos a menudo los doblajes de películas y series para que resulten más reconocibles, supongo.
La cultura trabaja desde dentro: un pueblo o un grupo se hacen una idea de sí mismos y luego la expresan, antes que nada, en su modo de hablar. Pero también se puede intentar al revés —esto lo han entendido muy bien los profesionales del marketing—, de modo que las formas expresivas ayuden a envilecer o a corregir un modo de ser. Quiza parezca un asunto menor, pero sería tan conveniente planteárselo…
Paco Sánchez