¿Tiene futuro el Estado de las autonomías?

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La indefinición del modelo de organización territorial en el Estado español llega al extremo de que la Constitución de 1978 no define ni nomina las Comunidades Autónomas que integrarían el entonces novedoso sistema. Este asunto cobra actualidad con ocasión del debate catalán sobre la independencia y el anuncio del lehendakari Urkullu de un proyecto que propondrá un nuevo estatus entre Euskadi y España.

Como un «guadiana» que aparece y desaparece del armario de tópicos, el debate autonómico ha regresado al centro de la contienda política, ahora con motivo de la atomización competencial y del coste para el ciudadano del denominado «Estado de las autonomías». Sin embargo, con el señuelo de la optimización de recursos y el debate sobre cómo racionalizar los costes de la estructura autonómica, algunos apuestan por devolver competencias al Gobierno central. Esta nueva tecnocracia política, aparentemente neutra, esconde en realidad un desapego hacia lo que consideran un mero apaño descentralizador –las autonomías– que no ha traído más que problemas. En este contexto, las divergentes posiciones políticas (constitucionalistas, nacionalistas, independentistas y federalistas, entre otras) lanzan sus propuestas para encauzar definitivamente el problema territorial, pero falta cultura política y sobran exabruptos de unos y otros.

Un buen punto de partida sería el reconocimiento de una auténtica democracia plurinacional. Los ejemplos, entre otros, de Canadá o Bélgica demuestran que esta fórmula garantiza un consenso mínimo de convivencia, pese a los diferentes sentimientos nacionales y a sus distintos conceptos de soberanía. La forma en la que el Reino Unido está canalizando la reclamación escocesa de independencia es modélica, y muestra una cultura del diálogo que echo de menos en España.

La acomodación de las minorías nacionales dentro de una democracia plurinacional debe superar el presupuesto de que entre el Estado y los ciudadanos no hay estructuras intermedias, ya sean de poder y representación como colectividad o como pueblo. La verdadera política la hacen las sociedades, no el mero individualismo atomizado. Un Estado en el que conviven naciones o nacionalidades con fuerte personalidad histórica no puede organizarse sobre la base del principio de una unidad nacional excluyente y exclusiva. Esto no es victimismo nacionalista. Es una evidencia que debilita al propio Estado y causa un creciente desapego hacia la macroestructura estatal de personas que no solo reivindican su condición de ciudadanos libres, iguales y soberanos, sino que reclaman también su reconocimiento como colectividad nacional diferenciada de la estructura estatal dominante.

Ante este desafío, el Estado autonómico podría contemplar en el futuro alguna de estas cinco posibilidades. Las más extremas serían, de un lado, la involución del propio sistema (posible si triunfa la recentralización) y, de otro, la secesión o independencia. Entre ambas, estarían la continuidad del actual «café para todos» (que no aborda el verdadero problema latente) o el desarrollo simétrico de estructuras federalizantes del Estado. Por último, cabría un auténtico federalismo plurinacional que permitiera el reconocimiento constitucional de un autogobierno amplio y la participación bilateral de los Estados federados en los asuntos estatales.

¿Cómo salir de este atolladero? ¿Cómo lograr que se reconozca institucionalmente el deseo de un amplio porcentaje de vascos y catalanes de ser una nación? Una opción, traumática, sería la ruptura del marco jurídico actual por el choque de proyectos políticos. La segunda, pragmática y necesaria, es la reforma democrática, sin ruptura abrupta, paso a paso, con dosis de paciencia, constancia y sapiencia política.

Juanjo Álvarez es catedrático de Derecho Internacional Privado de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU) 

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