Hoy día del trabajo, en el que muchos centran todos sus esfuerzos en la reivindicación de puestos de trabajo de calidad para todos, no está de más reflexionar en otro aspecto importante del trabajo y complementario del anterior: la necesidad de que el trabajador realice su labor con competencia profesional y con deseo expreso de realizarlo con perfección.
Todos los que tenemos la suerte de tener un puesto de trabajo debemos trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural. Trabajar a conciencia, con sentido de responsabilidad, con amor y perseverancia, sin abandonos ni ligerezas.
La perfección en el trabajo no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino hacerlas poniendo cada día más cariño en lo que hacemos.
Puede suceder que se trabaje bien y sin embargo la tarea salga mal, ya sea por una equivocación involuntaria o por causas que no dependen de uno mismo. En estos casos –que se presentan a menudo– aparece con claridad la diferencia entre quien trabaja con sentido cristiano y quien busca principalmente el éxito humano. Para el primero lo que tiene valor es, ante todo, la misma actividad de trabajar y, aunque no haya obtenido un buen resultado, sabe que no se ha perdido nada de lo que ha procurado hacer bien por amor a Dios y afán de corredimir con Cristo; por eso no se rebela ante las contrariedades –tratando de superarlas. En cambio, para el segundo, todo se ha malogrado si no ha salido bien. Evidentemente, quien piense de este modo nunca entenderá qué es santificar el quehacer profesional.
Cuando se procura actuar de este modo es normal que el trabajo salga bien y se obtengan buenos resultados. Más aún, es frecuente que quien busca santificar el trabajo destaque profesionalmente entre sus iguales porque, el amor a Dios impulsa a excederse gustosamente, y siempre, en el deber y en el sacrificio.
El quehacer profesional es campo para el ejercicio de todas las virtudes humanas, imitando el ejemplo de los años de Jesús en Nazaret. El orden y la serenidad, la alegría y el optimismo, la reciedumbre y la constancia, la lealtad, la humildad y la mansedumbre, la magnanimidad y todas las demás virtudes que aquí no es posible ni siquiera mencionar, hacen del trabajo profesional terreno fecundo que se llena de frutos.
Finalmente el secreto para realizar cada día mejor el trabajo es esforzarse en cuidar las cosas pequeñas que salpican nuestra actividad profesional, detalles que están a nuestro alcance y dan el remate final a nuestra actividad. Es decir, no debemos descuidar en nuestro trabajo aquellos detalles de orden a los que quizá no se siente inclinación, o de puntualidad al comenzar y terminar el trabajo, o tener la tentación de postergar la atención a la familia.
Otra cosa distinta es el «perfeccionismo», el defecto de buscar como fin la perfección por la perfección en el resultado exterior del trabajo. Este defecto encierra una deformación de las virtudes humanas, muestra que se ha perdido la visión de conjunto, el sentido de la prudencia que dicta a veces que lo mejor es enemigo de lo bueno, porque pretender lo mejor llevaría a descuidar otras exigencias del trabajo bien hecho, como acabarlo en el plazo oportuno. El perfeccionismo es un sucedáneo de la perfección, que revela amor propio y complacencia vana, y es preciso combatirlo.
Si todos los trabajadores de este país procuraran esforzarse a diario por realizar bien su trabajo profesional, con afán de servicio a los demás, además de ejercitar un deber de justicia hacía toda la sociedad, estarían propiciando una acelerada salida de la crisis, causa principal de la pérdida de puestos de trabajo.