Se habla de un actual analfabetismo religioso, de una ignorancia incluso de los conceptos más básicos de la fe. Ahora parece que lo que prima son los ídolos, como la salud, el culto al cuerpo, la belleza, el éxito, el dinero o el deporte. Todos adquieren, en circunstancias, rasgos de una nueva religión.
Chesterton decía que cuando se deja de creer en Dios ya no se puede creer en nada y el problema más grave es que, entonces, se puede creer en cualquier cosa. A pesar de todo, debemos recordar que el pensamiento de Dios ronda la mente del hombre desde tiempo inmemorial. Aparece con terca insistencia en todos los lugares y todos los tiempos, hasta en las civilizaciones más arcaicas y aisladas de las que se ha tenido conocimiento. No hay ningún pueblo ni periodo de la humanidad sin religión.
Y es que la existencia de Dios ha sido siempre una de las grandes cuestiones humanas, pues se presenta ante el hombre con un carácter radicalmente comprometedor. El hombre busca respuesta a los grandes enigmas de la condición humana que ayer como hoy se presentan ineludiblemente en lo más profundo de su corazón: el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el mal, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la retribución después de la muerte. Todo apunta hacia el misterio que envuelve nuestra existencia, de donde procedemos y hacia qué nos dirigimos.
No es difícil llegar a reconocer que Dios existe. Me encantan la palabras del Papa Francisco respecto a la forma de actuar de Dios y de sentir su presencia: Dice el Papa: “Lo ordinario es lo más común, lo regular, lo que sucede habitualmente. Así es y así discurre la mayor parte del tiempo de nuestra vida, en ese rutinario y monótono día a día, que a veces hasta se nos hace mecánico y del que tantas veces sentimos la tentación de huir y escapar. En cambio, así de habitual, regular y común es también la acción de Dios en nuestra vida. Piensa que tu día a día es también el día a día de Dios, que tu vida ordinaria es también la vida ordinaria de Dios.
Porque es ahí donde Dios se te da y es de esa manera, tan común y tan simple en sus formas, como Dios te va dando a conocer su voluntad. Una llamada inesperada, un imprevisto, una conversación, el madrugón para ir al trabajo, el atasco correspondiente o el autobús que se me escapa, ese que se cuela en la cola del cajero cuando más prisa tengo, son ocasiones preciosas para un ofrecimiento o un momento de oración, un acto de amor o de acción de gracias, una pequeña renuncia o mortificación.
Tendemos naturalmente a buscar esa irresistible fascinación de lo espectacular y aparatoso, de lo extraordinario y fuera de lo común, haciendo del milagro o de la lotería casi un ideal. Nada más ajeno al estilo del Evangelio. Piensa que la encarnación es un Dios que se hace carne de niño, que la redención se realiza en el aparente y estrepitoso fracaso de una cruz o que el gran prodigio de la Eucaristía gravita sobre un poco de pan y un poco de vino .
Tu santidad será más real cuanto más crezca hundida y escondida, como grano fecundo en la tierra árida y dura de tu vida cotidiana. Ahí estás llamado a impregnar todas las cosas, personas y circunstancias de una profunda visión de fe, capaz de atisbar en todo y en todos ese susurro de cielo que es Dios presente en tu vida. Descubre y renueva el valor de ese pequeño día a día de tu vida que resultará tanto más extraordinario cuanto más sepas llenarlo de Dios.
Emilio Montero Herrero