Un tirano en Damasco y otro en Raqqa

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Cada vez que un terrorista islámico aprieta el gatillo de su ametralladora o hace estallar una bomba en una ciudad europea, el común de los ciudadanos se pregunta cómo hemos llegado a esto y se sumerge en una exploración del pasado, un pasado brumoso, en el que las culpas se pegan como sanguijuelas a más de un actor.

En el caso de la última masacre, la vista se dirige nuevamente a Siria. “Si hubiera habido paz en ese país…”. Sin embargo, ¿hasta qué momento del problema remontarse? ¿Hasta la Primavera Árabe de 2011, que rindió fruto en Túnez, pero que en Egipto terminó en el cambio de un exmilitar por otro exmilitar? ¿Quizás hasta la invasión de Iraq ordenada por Bush en 2003; a su posguerra pésimamente gestionada, con aquellas purgas contra todo lo que oliera a antiguo régimen, y a la inestabilidad resultante, que acabó contaminando a varios países de la región? Por ir atrás, podríamos incluso señalar con el índice a Francia y Reino Unido, que en 1916 planearon dividirse el Medio Oriente con un cartabón y crearon naciones artificiales que, a día de hoy, se sienten como embotelladas dentro esas fronteras…

Habría muchos polvos para los lodos actuales, que no son solo sirios, pero es Siria la que surge cuando se conoce de las inéditas y brutales acciones del Estado Islámico (EI). Porque las cosas pudieron hacerse de otro modo…

Un aliado en el sitio perfecto

Siria es una pieza del difícil puzle que es Oriente Medio, y desde los años 50 no hay noticia en la región que no la incluya. No ha habido guerra contra Israel en que el país no haya estado involucrado; de hecho, en una de ellas, perdió un trozo de territorio: las estratégicas Alturas del Golán. Además, en su momento formó con el Egipto de Nasser la denominada República Árabe Unida (1958-1961), un fallido experimento de panarabismo que geográficamente semejaba un tornillo de banco listo para apretar a Israel. Más tarde, durante la guerra del Líbano, en los ochenta, ocupó parte del país hasta 2005.

Siria es también el lugar donde todos quieren influir. Para Rusia, que ha formado a buena parte de la oficialidad siria y de donde vienen generosas cantidades de armas, que haya en ese país un gobierno afín significa la continuidad de la única base que posee su flota en el Mediterráneo: Tartus. Para Irán, que comparte credo musulmán chiita con lo más granado de la clase dirigente siria, es de máximo interés que el país, colindante con Israel y el Líbano, siga siendo la polea de trasmisión de suministros bélicos a grupos como la milicia chiita libanesa Hizbolá, en permanente estado de guerra con el Estado judío, que es, a su vez, el archienemigo de Teherán.

Por eso no les convienen “primaveras” políticas en Damasco; y por otras razones, porque Bashar al Assad garantizaba la estabilidad en la frontera norte de Israel, George W. Bush no puso en la diana a su régimen, tan antidemocrático como el de Bagdad, e incluso envió a Damasco a algunos de los presuntos terroristas capturados en aquellos años de su war on terror, para que los verdugos sirios hicieran el trabajo sucio que no podía hacerse en suelo estadounidense. Con que hubiera “pax” con los vecinos, todos contentos.

Todos, menos los ciudadanos sirios…

La apertura que no fue

En 2011, en un momento de circunstancias económicas adversas para el país, los sirios se montaron en la ola de movimientos populares que florecían en los países árabes.

No era, sin embargo, la primera vez. Cuando Bashar al Assad llegó al poder en 2000, tras la muerte de su padre Hafez, el público lo escudriñó con cierta simpatía. Oftalmólogo, educado en parte en Londres y casado con una ciudadana británica, parecía tener la llave para abrir el portón de hierro erigido por su progenitor, un exgeneral que había liquidado a sangre y fuego algún amago de demandas populares, y ordenado una masacre contra los Hermanos Musulmanes en 1982 en Hama.

En 2000, sin embargo, la esperanza descansaba en el estilo de Bashar, un presidente joven y más en sintonía con Occidente. Se abrieron foros de debate político y algunos intelectuales se entusiasmaron con la idea de fundar partidos y modernizar los esquemas de gobierno del país. Pero el ensayo duró poco, pues entre enero y febrero de 2001 agentes del régimen propinaron severas palizas a algunos de estos “ocurrentes” activistas, al tiempo que el propio mandatario los descalificaba como “un pequeño grupo que se erige a sí mismo como la élite”, y cuya representación de la mayoría era “completamente antinatural”.

Con estos antecedentes represivos, diez años después, estallan las revueltas pacíficas, enfrentadas a plomo por Damasco, lo que dio pie a la escalada. Un veterano experto en Oriente Medio, el periodista inglés Robert Fisk, precisa que en 2011 no había combatientes extranjeros en Siria, sino ciudadanos hartos de la corrupción de una casta gobernante muy poco atenta con las mayorías. La familia Assad es, además, alauita, una variante del chiismo que es practicada por apenas el 10% de la población, frente al 70% de sirios sunnitas.

Los extranjeros llegaron más tarde, cuando ya Occidente entregaba armas a los opositores del Ejército Libre Sirio y a islamistas más “moderados” –los del Frente al Nusra– que luchaban contra Assad. También Arabia Saudita, la mayor potencia sunnita en la región, pasó pertrechos de guerra a los adversarios del régimen de Damasco para debilitar así al mayor aliado de su “enemigo íntimo”: el Irán chiita, en una muestra de cómo los objetivos políticos, militares y religiosos se entremezclan en un conflicto originalmente interno, pero que los actores externos, que evitan irse a las manos directamente entre sí, han vuelto su particular tablero de ajedrez.

¿Y la “responsabilidad de proteger”?

Un Estado sirio exhausto, entretenido en arrojar armas químicas y bombas de barril sobre sus propias poblaciones y en evitar que su fracasado presidente se marche de una buena vez, se ha vuelto así incapaz de proteger sus extensas fronteras orientales, y como del lado de allá lo que hay es… Iraq, pues se ha convertido en el sitio de acampada de ese temible grupo de terroristas de matriz iraquí que es el Estado Islámico, con “capital” en la localidad de Raqqa.

Se da pues la curiosa circunstancia de que, en una tierra otrora floreciente y hoy destrozada por la guerra, se condicionan las decisiones de política interior y exterior de naciones alejadas geográficamente, pero conectadas a su pesar por el discreto y terrible hilo del terrorismo. Sin un Estado fuerte en Siria –y 50.000 soldados muertos no son garantía de fuerza alguna–, es imposible arrebatarle el territorio al EI.

Quién deberá estar al frente del Estado sirio es el nudo gordiano en torno al cual se han debatido en estos días EE.UU., Francia, Reino Unido, Rusia, Irán… ¿Acaso el propio Bashar, enemigo del EI tanto como opresor de su propio pueblo? Es la propuesta rusa, que no parece lógica pero sí “muy rusa”. Por lo pronto, no obstante, se ha alcanzado un acuerdo para sentar al gobierno sirio y a sus oponentes a la mesa de diálogo y tener listo un nuevo gabinete en un plazo de año y medio, con la mira puesta en unir esfuerzos contra el EI.

Solo que 18 meses más de vida para el EI son 18 meses de muerte para el resto del mundo. Mientras el “califato” permanezca, perdurará el símbolo, el grotesco ideal de que es posible erigir en pleno siglo XXI una estructura pseudorreligiosa basada en el pillaje, el destrozo cultural y la esclavitud de miles de personas, y reafirmará en su postura a los fanáticos agazapados en los barrios de Europa, el Líbano, Turquía y Norteamérica.

Así pues, en lo que conversan los sirios y deciden si unirse o no frente al EI, ¿qué hacemos los demás: evitar sentarnos en las terrazas a degustar un café? Además, ¿dónde queda y a quién le corresponde ejercer la responsabilidad de proteger a los civiles, consagrada por la ONU como un instrumento para evitar el genocidio de un pueblo a manos de un agresor externo o de sus propios gobernantes?

Con el duelo de París como telón de fondo, los Mirage podrán arreciar los ataques, pero los bombardeos, tan “asépticos”, no bastarán para liberar a una población oprimida ni para derribar los símbolos de su opresión. La experiencia de la guerra de 2003, la desastrosa experiencia de aquella invasión teatralmente “justificada”, ha llevado a los dirigentes políticos a pensárselo mucho antes de pronunciar la frase “tropas terrestres”, pero a estas alturas ya algunos ven en ello la única vía para arrebatarle el control del territorio al actor más terrible de toda esta historia: el EI.

Mientras sus enemigos titubeen y él permanezca tan cómodamente instalado en Raqqa, los sirios tendrán que seguir soportando al “necesario” Al Assad, y nosotros tendremos, previsiblemente, otras imágenes tristes de París.

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