Una asistencia sanitaria más humana

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Un tema que actualmente preocupa en nuestra sociedad es el exceso del consumo de medicamentos, con sus consiguientes efectos nocivos para la salud. Esta realidad ha sido puesta de relieve por los medios de comunicación, libros (Happy Pills), documentales (Sicko, de Michael Moore) e, incluso, en películas (Efectos secundarios). Esta preocupación también se ha extendido a ámbitos especializados como, por ejemplo, el de la Bioética. En esta línea, un artículo publicado recientemente en el British Medical Journal formulaba las siguientes preguntas: ¿cuántos productos de los que ofrecemos a nuestros pacientes son innecesarios? ¿Qué daño hacemos a los individuos, y a la sociedad, prescribiendo tratamientos excesivos?

Estamos ante el fenómeno de la creciente medicalización. Los datos demuestran que se está generando un aumento del consumo de medicamentos que no se corresponde con un incremento parejo de la expectativa de vida. Se trata de una situación muy compleja, relacionada con el impacto que tiene la implantación de la «medicina preventiva», la amenaza emergente de la «medicina del deseo», la desmesurada, y cuestionable, presión comercial de las compañías farmacéuticas, o el pueril idealismo de la omnipotencia científica y tecnológica.

A esto se le une el hecho de que algunos sectores de población tienden a buscar en los medicamentos una solución a problemas que, quizá, no sean exclusivamente médicos o que, en muchos casos, podrían encontrar una solución más adecuada en otro tipo de actuaciones. En este grupo se podrían incluir, entre otras, las personas con crisis existenciales, que las intentan paliar con medicamentos (el consumo de antidepresivos se incrementó en España un 30,5 por ciento entre 2005 y 2010), aquellos que se ven afectados por algún cambio en la cifra de umbrales de diagnóstico (colesterol, trastorno de atención con hiperactividad, etcétera) o, incluso, los enfermos «imaginarios».

Ante esta situación, distintos sectores aportan ideas para contrarrestar la progresiva medicalización. En este sentido, cabe destacar las propuestas dirigidas a fomentar un nuevo marco cultural que neutralice la mentalidad economicista reinante. También se solicitan mayores controles administrativos que permitan a los agentes sanitarios «defenderse» ante el incremento de las presiones externas, etcétera. Sin embargo, estas propuestas chocan con tendencias contrarias: sería el caso de la exigencia desde otras esferas de una mayor libertad en la publicidad de los medicamentos, o un mayor peso de la autonomía del paciente en la toma de decisiones sanitarias.

El problema que subyace en algunas de esas propuestas es que parten una visión incompleta de la persona. El filósofo y ecólogo Iván Illich ha denominado «iatrogenia estructural» a la regresión del nivel de salud que, para él, representa la creciente artificialidad y medicalización de la vida, y a la consiguiente incapacidad de enfrentarse con experiencias vitales como el dolor, la enfermedad y la muerte, que ahora provocan una demanda de manipulación tecnológica.

En consecuencia el ser humano deja de buscar la felicidad dialogando consigo mismo y con los demás. Sus carencias, dudas, dolores y penas dejan de ser problemas humanos y pasan a equivaler a problemas físicos, que deben solucionarse con procedimientos técnicos o farmacológicos. Como bien indica el antropólogo José Luis Cañas, «una persona puede acostumbrarse a anestesiar sus dificultades y responsabilidades con medicamentos, eludiendo la búsqueda de un horizonte de sentido y un sistema de valores capaces de responder a sus problemas». Esas vidas pueden comenzar a ser dominadas por un profundo sentimiento de enfermedad que puede conducir a buscar los remedios en el arsenal farmacológico.

Es evidente que nuestra sociedad está lastrada por un proceso de creciente medicalización. Se trata de un problema muy complejo que requiere de una visión holística, en definitiva, de una rehumanización de la asistencia sanitaria.

José López Guzmán 

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