Una cooperación sin efectos secundarios

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Hong Kong ha desbancado a Luanda del puesto de ciudad más cara del mundo, aunque la capital de Angola sigue ostentando el de ciudad más cara del continente africano. Sin embargo, la mayor parte de la población se encuentra en la franja de la extrema pobreza, la esperanza de vida no llega a los 52 años y la mortalidad infantil es una de las más altas de África. Contrastes. Tras lograr la independencia de Portugal en 1974, los angoleños sufrieron una guerra civil durante veintisiete años. Con el final de la guerra, el país se sumió en una espiral ascendente, aprovechando sus recursos petrolíferos y el boom constructivo. Este crecimiento convive con un suelo que sigue plagado de minas antipersonas.

Cuando llegué a Angola, para colaborar en un proyecto de Médicos del Mundo, nuestro objetivo era que los derechos humanos se cumplieran en las mujeres a través de una mejora de su sistema sanitario, el aumento del número de profesionales del sector y un trabajo de optimización para que los centros estuvieran en las mejores condiciones posibles para poder ampliar los servicios ofrecidos. Nos encontramos con una percepción negativa de las comunidades angoleñas sobre la asistencia sanitaria. Zonas rurales aisladas se quejaban de que los medicamentos no eran efectivos y que los enfermeros no curaban las causas espirituales de las enfermedades —y por eso la población mostraba mayor confianza en los chamanes—. Era necesario realizar un análisis más profundo y contrastar estas opiniones.

Las percepciones son clave. Lo aprendí en mis visitas a diferentes centros mientras desarrollaba el estudio. La presencia de una analista de una ONG producía en ellos el mismo efecto que un inspector de Sanidad. Había miedo a posibles despidos, traslados o, peor aún, al cierre del centro. Cuando llegué a un pequeño hospital tuve que esperar a que me recibiera el encargado. Mientras tanto, decidí echar un vistazo por mi cuenta. Vi el paritorio: una sala con goteras y moho y sin armarios, ni mesas, ni fregadero, ni equipamiento para medir la tensión. Abrí otro de los cuartos. En su interior encontré a ocho jóvenes de delgadez extrema, postrados en unas camas de madera que tenían un agujero a la altura del final de la espalda de los pacientes y un cubo debajo. No había colchones, ni sábanas, ni mosquiteras, ni biombos. En sus rostros vi una mezcla de vergüenza por mi presencia y desesperación por su vida. Enseguida llegó el encargado para llevarme a otro lugar. Le anuncié que pasaría dos días después para completar el análisis.  «Si el infierno existe, yo lo acabo de ver y oler», me repetía en mi cabeza.

Durante ese tiempo pensé posibles soluciones, pero ¿cómo pedir que tuvieran los medicamentos necesarios si el distribuidor no podía hacerlos llegar a esa zona? ¿Cómo pedir más doctores si la única Escuela de Medicina estaba en la capital, a doce horas de distancia por carreteras turbulentas? Cada estrategia que ideaba estaba conectada con otra de manera más profunda, y sin ella no podía llevarse a cabo.

A la segunda visita fui acompañada y preparada para preguntar sobre los ocho pacientes. Al abrir la puerta del cuarto donde había visto el infierno mis ojos se encontraron con ocho camas vacías y limpias. No había enfermos. Solo colchones, sábanas y mosquiteras. ¿Dónde estaban los jóvenes?

Ahí comprendí que las ONG también pueden poseer efectos secundarios y que en ocasiones más que ayudar, corren el peligro de empeorar las situaciones sin ser ni siquiera conscientes. Los autóctonos lo saben y la imagen de las instituciones a veces se ve con este tinte negativo. Para otros, sin embargo, somos la esperanza en sus ojos y el apoyo necesario.

Vivir con estas dualidades es difícil. Debemos buscar siempre las posibles repercusiones de nuestros actos a través de sus perspectivas culturales. Este es el tipo de contacto que los trabajadores de una ONG han de mantener con los profesionales y gobernantes del terreno. Sin una buena comunicación, no habrá una buena colaboración. La cooperación no es ir y cambiar las cosas al modo en que yo pienso que debería ser: la cooperación posee matices de colaboración más profundos, donde las dos partes deben interactuar en la misma medida. Solo puedes cambiar lo que ellos quieren que cambies y, mientras tanto, trabajar en los argumentos necesarios para poder mejorar el resto del proceso.

Raquel González  (es enfermera, matrona y actualmente trabaja en Bangladesh)

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