Siempre que ocurre una catástrofe, especialmente si es de “gran calibre”, como la que acaba de asolar Haití, se suele escuchar una frase que, por repetida, podría sonar a simple latiguillo, si no fuera por la triste realidad que encierra.
La frase con estos o parecidos términos, es: “Siempre ocurre lo mismo: siempre son los más pobres, quienes se llevan la peor parte”. Y es verdad. Como es verdad que este reconocimiento popular y su machacona repetición no sirve para demasiado.
Ni siquiera para conservarla en la memoria y, menos aún, ser aprovechada por parte de quienes podrían hacerlo, para actuar en consecuencia y evitar se produjesen, una y otra vez, efectos semejantes cuando, en el mismo o en distinto lugar, ocurren seismos parecidos.
Porque si vivimos tiempos en los que la tecnología es mucha y los recursos disponibles también; si existen instituciones supranacionales, encabezadas por la autoridad correspondiente, con sobrada información; si su misión es, no sólo, velar por la paz entre los distintos países, sino por el bienestar de las personas que los integran, es cosa de pensar en qué o en quienes, con sus omisiones y dejaciones, están dando lugar a que de tiempo en tiempo, se repitan tan catastróficos resultados.
No hay duda de que la cosa es complejisima; que nunca se sabe el lugar exacto en el que la naturaleza va a removerse o resoplar y que es preciso respetar la autonomía de los distintos países. Pero tampoco hay duda de que, cuando se trata de velar por la seguridad de las personas más desfavorecidas y evitarles riesgos, son muchos los procedimientos para conseguirlo y más, si de se dotan de recursos. Desde invitar a obrar en un determinado sentido, hasta vigilar su realización, que pasa también por la disuasión acerca de cualquier tipo de malversaciones.
De realizarse, no cabría duda: todas estas previsoras actuaciones, serían una muestra de generosas manifestaciones de solidaridad.