La soledad también viaja en metro. Hace días entré en un vagón cuando un señor mayor, con gorra visera, gafas de pasta y rictus bonachón –me recordó al abuelo de Up– entregaba una pajarita de papel a un niño, de unos cinco años, que viajaba con su padre. El niño tomó la pajarita, tiró de su cola y la figura comenzó a mover sus alas. La escena era tierna: el niño, ensimismado en su frágil juguete; el papá, vigilante, y el abuelo Up, sonriendo para sus adentros. Hacía tiempo que no veía a un niño entretenerse con algo que no fuera un móvil.
Tres estaciones después, el abuelo sacó otra obra de arte de papel que simulaba el pico de un gran pájaro. Se lo aproximó al niño intentando darle picotazos, pero él ni flores. Seguía volando a lomos de su pajarita. Un poco más adelante, niño y padre se bajaron despidiéndose del abuelo con una sonrisa. Al llegar a mi estación, dejé al abuelo
Up girando en la línea circular. Tal vez esperando que otro niño se sentara a su lado para intercambiar papiroflexia por sonrisas.
Me lo imaginé en la soledad de un pequeño piso, sentado a una mesa camilla, preparando aviones, barquitas o pajaritas de papel a la luz de un flexo. Quizá mañana otro niño –estaría pensando– me conceda una mirada alegre y unas risitas.