Campaña publicitaria que anuncia una determinada marca de cámaras fotográficas. Es un relato de amor contado sólo con imágenes. Aquí sobran las palabras, porque los gestos y las miradas lo dicen todo.
La historia comienza en un parque, narra el profesor Alfonso Méndiz, con un encuentro apenas fugaz y un saludo aún más breve. Todo muy normal. Pero la narración, tan completa en todos sus detalles, muy pronto se nos volverá sublime.
Poco a poco, se teje una sutil paradoja. El fotógrafo, experto para “ver” los instantes mágicos de la vida, se vuelve “ciego” para los gestos cotidianos que ella espera: ella quiere compartir el paraguas, en vez de que cada uno tenga el suyo. Y al revés: ella, que es la primera en “ver” el afecto que les une, se vuelve “ciega” como resultado de ese amor… Cruel ironía del destino.
Pero no es sólo un momento, porque la metáfora de la ceguera “ilumina” toda la historia. Casi al comienzo, en la escena en que ella le lava el pelo, la joven arroja sobre él, sin querer, agua con jabón sobre sus ojos, y eso marca el comienzo de todo. Más adelante, en el estudio de fotografía, a ella se le cae, desde lo alto, un líquido sobre sus ojos, y eso será el comienzo del fin. Previamente, hemos visto caer la lluvia durante su primera cita, anticipando la amenaza que sobre ellos se cierne.
Esa es la clave: una historia de “visión” y “no visión”. Como la constante presencia de la cámara fotográfica, que capta lo exterior, pero nunca lo interior de las personas. O esa fotografía casual, en su primer encuentro en el parque. O esos dos recién operados, que no se ven, que no se encuentran…
Una historia excelente… salvo el desenlace, que nos deja con un terrible amargor. Con todo, es hermoso el amor que aquí se cuenta. Y con él podemos quedarnos.
“Aún recuerdo mi primer amor que fue imposible y que destrozó mi vida de niño. Los años han cicatrizado el dolor que me provocó aquella situación tan desgarradora”, de la novela En la Soledad del Silencio.