Recientemente visité Arles junto con una amiga que no conocía a Van Gogh ni a los impresionistas y no comprendía mi entusiasmo por visitar los rincones inmortalizados por el trágico artista holandés. La falta de conexión se repitió al día siguiente, en la Maison Carrée y el Anfiteatro de Nîmes. Mi acompañante ni manejaba las coordenadas básicas del imperio romano ni se dejaba conmover por la belleza y el valor histórico y arquitectónico de estas joyas de la Provenza.
No sé si su experiencia se vería empobrecida por la falta de referentes culturales o si simplemente sería distinta, pero presiento que para valorar lo bello se requiere un acervo determinado. Y también una disposición: no cualquiera sucumbe al síndrome de Stendhal, porque no cualquiera se anima a esperar varias horas el turno para entrar en la Galería Uffizi.
El tiempo dedicado a la lectura, al ocio o a la televisión va determinando nuestros gustos, nuestras afinidades y nuestras motivaciones. En su libro Historia de la Belleza, Umberto Eco añade que para apreciar la belleza “también desempeñan un papel importante las cualidades del alma y del carácter”.
Cuando se comprueba que la llamada telebasura cuenta con los mayores índices de audiencia, surgen el desánimo y el desconcierto. ¿Acaso no hay nada más que ver o hacer? ¿Por qué la oferta de opciones culturales y recreativas parece no calzar con la demanda de banalidades y enajenaciones?
María Eugenia Tamblay