Qué difícil es el equilibrio entre el uso razonable y el abuso de los bienes. En el ámbito de la seguridad, ¿hasta dónde se puede llegar en la instalación de cámaras de vigilancia? Parece ser que avanzamos hacia un modelo social donde el control se ejerce de forma sutil pero intensiva. Hoy se preconiza la seguridad —pública o privada, con zoom o visión nocturna—, y millones de cámaras se extienden por todas partes, incluso en los puestos de trabajo y en el interior de los templos. La ciudadanía, ajena a derechos e intereses, no es consciente de haber consentido la generalización de un control social que, desvirtuado, puede llegar deshumanizar.
Los servicios de espionaje utilizaron las primeras videocámaras en la Guerra Fría. Después, en Londres, sirvieron para velar por la seguridad en la coronación de Isabel II. Una vez que se descubrieron sus beneficios para la reducción de la criminalidad —y como un nuevo negocio—, las cámaras se convirtieron en una eficaz herramienta policial. Su uso se generalizó en los años noventa, y hoy Londres es la ciudad más videovigilada del mundo: en un solo día una persona puede ser captada más de trescientas veces, tendencia que ya se extiende a otros lugares. A pesar de todo, no deja de resultar paradójico que la tierra de los padres del constitucionalismo moderno, y de las libertades individuales, sea pionera en la monitorización de los espacios públicos. El propio Parlamento británico ha realizado estudios que cuestionan la eficacia del sistema, y ahora debate su limitación. Advierten algunos del peligro de una nueva versión del Leviatán, o de la realización de la distopía del Gran Hermano, ideado por George Orwell en su novela 1984. Con todo, conviene afinar la crítica: no es lo mismo una vigilancia razonable ejercida en una democracia constitucional, que en un régimen totalitario.
Resulta escalofriante conocer cómo se emplea el control electrónico para la persecución política y religiosa en algunos países. Sin embargo, cuidado también con la confianza ciega en los mecanismos de observación, aunque se trate de una democracia. En cualquier caso sería necio negar que las cámaras son eficaces en la disuasión y persecución del delito, siempre que su uso —por parte de poderes públicos o empresas— se ajuste a unas reglas que permitan obtener ese beneficio sin el sacrificio desproporcionado de derechos. No es lo mismo «ser visto» que «ser captado». En la captación, el instante y su irrelevancia se convierten en un dato al que se puede volver, individualizar, transmitir, analizar y sacar de contexto.
Recuerdo el caso de una mujer italiana que, desprevenida, se asomó un instante a su balcón sin estar preparada para el ojo público. Su imagen quedó registrada y, poco después, se difundió en los medios. Además de amargarle la vida, aquel desgraciado segundo la obligó a defender su intimidad en los tribunales. Al final, ganó el pleito. En este asunto hay dos factores que debemos considerar. El primero, la eficacia: el exceso de cámaras plantea problemas con la visualización y el procesamiento de los datos, sin contar con que el delincuente actúe de modo que las haga inútiles. Asimismo, el desarrollo tecnológico de las cámaras puede incrementar la potencialidad lesiva y restrictiva de derechos.
En algunos países los centros comerciales anuncian un «espacio libre de videocámaras» como reclamo. Aquí, persuadidos de que los dispositivos velan por nuestra seguridad, pagamos el tributo de la seguridad a cambio de reducir el derecho a la intimidad. La solución jurídica se articula a través de la protección de datos, al considerar la imagen identificable como un «dato personal». Así se evitan algunos excesos, pero el problema se está transformando en una cuestión cultural. Vivimos en la «sociedad de las águilas», no porque volemos alto sino porque buscamos el dominio total del entorno. Afortunadamente, queda la intimidad más íntima —en sentido agustiniano—, donde la dignidad del hombre y el ejercicio de su libertad reclaman espacios despejados de controles excesivos para desenvolverse, estar, ir y venir, solo o acompañado.
M. Asunción de la Iglesia