Tras la detención del acaudalado asesino de niños indefensos e inocentes, el peruano Carlos Morín, toda la tragedia íntima de una longeva, de 84 años de edad, ha emergido de forma vehemente.
Lo que más le aflige es el deliberado asesinato de su propio hijo. Sucedió hace 57 años. Entonces tenía 27 primaveras. Fue metida en un chiringuito abortista. “Aquello era una pocilga, una carnicería”, afirma. La interrupción voluntaria del estado de buena esperanza, se realizó sin cloroformo.
Al poco tiempo se plantó, esperando un nuevo hijo, en cuatro ocasiones distintas. Todos los embarazos terminaron en abortos no deseados, como resultado del primer aborto al que fue encadenada. Los síntomas post-aborto la escoltarán a lo largo de toda su existencia.
Por otra parte, Esperanza Puente, víctima directa del aborto voluntario y provocado, ha intervenido en la presentación del libro “Yo aborté”, en el que se acopian los trágicos testimonios de madres que han aniquilado a sus propios hijos a través del aborto.
El aborto voluntario crea diversas y arduas trabas de robustez física y anímica en la esposa; se despliega la crisis del estrés postraumático que evoluciona con un gran sufrimiento y temor que lleva a la depresión, incremento del consumo de alcohol y de drogas, cambios del comportamiento en la alimentación, trastornos de ansiedad, pérdida de autoestima e intentos de suicidio.
Las mujeres que abortan, miran con indiferencia la muerte de sus propios hijos. Vivimos en una cultura de la muerte, que nos rodea por todas partes con un egoísmo feroz, una violencia brutal y ningún respeto por la vida humana de un ser nonato, inocente e indefenso.
“El niño por nacer es un ser humano a partir de la concepción, y su vida debe ser respetada. Esa vida fue redimida por Cristo, esa vida es un regalo de Dios”, afirma el teólogo suizo, Karl Barth.
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