Un criterio para el uso ético de la edición genética

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Cristian Borgoño, médico, filósofo, teólogo y profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile, aborda en Cuadernos de Bioética el debate sobre la utilización de la edición genética en humanos. En concreto, busca un criterio estable para enjuiciar éticamente esta práctica, contra la posición dominante en la literatura sobre el tema, que recomienda valorar caso por caso.

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Borgoño argumenta contra el ideal transhumanista. Según esta ideología, la edición genética representa el paso de la arbitrariedad o el azar a la elección libre (from chance to choice), juzgado como intrínsecamente positivo. Sin embargo, el autor considera que este eslogan simplista oculta la complejidad del asunto.

Por un lado, explica, la concepción de que el ser del hombre está determinado por su dotación genética ha quedado superada por la biología, gracias a conceptos como la epigenética (la modulación de la expresión genética) o el proteoma (el conjunto de la expresión genética de un individuo concreto).

Por otro, es necesario tener en cuenta los efectos imprevistos de la técnica. Frente a la imagen de “transparencia tecnológica” que ofrece el transhumanismo, la intervención se topa en la realidad con lo que Borgoño llama la “opacidad de la materia”, que no resulta completamente modificable a nuestro arbitrio. De ahí el riesgo de crear monstruos, en el sentido de seres con capacidades que no están de acuerdo a su estructura interna. Ante este peligro, conviene ser prudentes, aplicando la edición genética solo en escenarios muy concretos y “simples” en que la dotación genética lleve consigo pesadas cargas y los efectos sean controlables, como en las enfermedades monogénicas; pero no para condiciones más complejas como la inteligencia o la capacidad moral de las personas.

No obstante, el fondo de la argumentación de Borgoño parte de la idea de que detrás de lo que los transhumanistas llaman “azar” hay en realidad un orden natural u ordo creationis que conviene respetar: en primer lugar, por un simple cálculo de riesgos –mejor fiarse de las leyes de la naturaleza que de los criterios coyunturales de unos pocos diseñadores–, pero sobre todo por la dignidad intrínseca de la naturaleza humana. En este sentido, la edición genética restaurativa, que respeta el dinamismo interno de la naturaleza, es éticamente correcto, pero la mejorativa no.

Al igual que en la consideración del medio ambiente, donde se valora positivamente “lo natural”, hace falta reivindicar una ecología humana, que valore al hombre no al trasluz de un ideal de perfección tecnológicamente diseñado (que, además, difícilmente sería accesible a todos), sino precisamente en su diversidad y vulnerabilidad: cada persona es respetada por lo que es, no por sus atributos. Esta “antropología de la finitud” es el mejor antídoto contra una sociedad transhumana que fácilmente se convertiría en inhumana.

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