Hay un concepto básico que introduce el cristianismo, que es el concepto de dignidad, por el que se reconoce la singular excelencia del hombre, como el ser más valioso de toda la naturaleza material. El concepto de dignidad enriqueció el concepto de persona. Desde el cristianismo, la noción de persona ya no sólo sirvió para referirse a la dimensión naturalmente pública que tiene el hombre, sino principalmente para referirse a su carácter irrepetible. Cada hombre y cada mujer, por ser persona, son únicos.
La mentalidad relativista no es capaz de justificar la común dignidad del hombre, que no requiere de consensos ni de mayorías para ser reconocida. Nadie es persona porque lo decida un Código, otra cosa es que injustamente la ley no proteja a todos los seres humanos.
El relativismo no sólo es incapaz de asegurar la dignidad, sino que él mismo justifica su propia violación. Un claro ejemplo, entre muchos, lo tenemos en que, en nombre de la igualdad, se reclama «el derecho al hijo por parte de parejas homosexuales». Cuando resulta que esos niños no gozan de iguales condiciones que los demás niños, pues, entre otras cosas, a la hora de definir su identidad sexual conforme a su naturaleza no disponen de la necesaria referencia a un hombre (el padre) o a una mujer (la madre), de la que (o del que) ellos por principio carecen.
Con el relativismo, la razón es sustituida por la fuerza. Una vez leí una breve reflexión sobre la diferencia entre el político y el ladrón: «Yo elijo al político, pero el ladrón me elige a mí». Y ciertamente, si la razón queda excluida como exigencia del debate público, nada puede impedir que la mayoría intente avasallar a las minorías. El relativismo al separar por completo la voluntad y la verdad, confía las decisiones políticas a la pura voluntad, y a un equilibrio de intereses contrapuestos. El relativismo vuelve a poner en primer plano la máxima de de Hobbes: Auctoritas, non veritas facit legem. Es la autoridad, el poder puro y duro, no la verdad, el único fundamento de la ley.
Pero la fuerza sin razón se transforma en violencia. Da igual que sea la fuerza de la mayoría. Incluso, peor todavía, porque entonces tiene más fuerza. Puede aplicarse aquí lo que dice Tomás de Aquino sobre las pasiones que no son moderadas por la razón, que compara con un caballo corriendo, que si es ciego, cuanto más corre, tanto más violentamente tropieza y se daña.
Además, desde la perspectiva relativista no hay propiamente un bien común objetivo, sino intereses mayoritarios, que por otra parte serían inducidos, y manipulados en su expresión, por los medios de comunicación dominantes.