El pasado día 17 de septiembre, el Consejo de Ministros de España presentó el Plan de Acción por la Democracia, que incluye una serie de medidas dirigidas, según el Gobierno, a garantizar una información de calidad .
Pero el problema de la desinformación tiene muchas aristas, y más «culpables» de los que pudiera parecer. El proyecto del gobierno español se enmarca en un contexto de creciente preocupación por parte de las democracias occidentales por los éxitos electorales inesperados, tales como la victoria de Donald Trump en las elecciones de 2016, o la de Agrupación Nacional en Francia.
En general, la justificación del auge experimentado por este tipo de programas políticos suele ligarse al concepto de desinformación, con el telón de fondo del tsunami digital en que nos hallamos inmersos. Pero conviene distinguir entre las campañas de desinformación propiamente dicha y la mala información.
Lo que condiciona la decisión de voto no es la información en sí, sino lo que nos dice el lider de opinion al que seguimos, la decisión final del individuo está pues condicionada por ese líder.
Por ello una información más precisa no conduciría inexorablemente a una mejor toma de decisiones. Habría que tener en cuenta, además, condicionantes como la facilidad de acceso a la misma, su grado de complejidad y, en todo caso, el interés del individuo.
Son los pros y contras de la sociedad de la información, pues esa misma información que recibimos en nuestro día a día, provoca que desarrollemos simpatías o antipatías –narrativas– sobre líderes informativos o políticos, o sobre ciertos temas.
De todas formas todas las teorías apuntan hacia una hipótesis: La desinformación es muy efectiva en el corto plazo, pero no alterará el voto futuro salvo que el destinatario integre la mentira en su relato.